En una entrevista reciente, el sociólogo y filósofo francés Edgar Morin afirma que la crisis del Covid-19 “nos muestra que la mundialización es una interdependencia sin solidaridad. El movimiento de globalización ha producido la unificación técnico-económica del planeta, pero no ha hecho progresar la comprensión entre los pueblos. Desde el debut de la globalización en los años 1990 guerras y crisis financieras han hecho estragos. Los peligros planetarios —ecología, armas nucleares, economía desregulada— han creado una comunidad de destino para los humanos, pero no lo sabíamos. El virus está iluminando de forma inmediata y trágica esta comunidad de destino. ¿Nos daremos cuenta finalmente?” (https://bit.ly/390QJz5. Énfasis añadido).

Estaba anunciado y no hubo quien escuchara. Al menos nadie con poder para prevenir lo necesario. Cientos, quizás miles de libros, artículos, conferencias de científicos de todas las ramas y oficiantes de todas las humanidades dieron la voz de alerta. Los riesgos de una pandemia mundial —y otras catástrofes— eran previsibles, pero no prevenidos. Los cambios que la acción humana ha introducido en la naturaleza han generado efectos impredecibles, a veces temporalmente controlables pero desastrosos a largo plazo. Depredación es la palabra más apropiada para designar nuestros efectos sobre la naturaleza y en buena medida sobre la sociedad.

Sin embargo, el ser humano es el único depredador que puede absorber sus efectos y eventualmente limitarlos o impedirlos. Para eso tiene los conocimientos y técnicas que ha inventado. No obstante, hacerlo requiere de acciones conscientes, coordinadas y voluntarias; necesita que el sentido de cooperar regule al de competir y de prevalecer unos sobre los otros. Ninguna otra fuerza puede sustituir a ese sentido. No se puede ir en busca de otra utopía dogmática; todas han sido o están siendo derrotadas, sino preguntarse si es posible ese paso civilizatorio en esta hora de ruptura de las cadenas globales. La realidad muestra que la globalización ha sido principalmente técnica, científica y económica pero no ha alcanzado a los estados nacionales ni a las relaciones internacionales como instancias de deliberación sobre un destino inevitablemente común.

Las catástrofes aterran, pero reblandecen las conciencias; nos hacen más dúctiles a la sobrevivencia y cuando enfrentamos dilemas de vida o muerte nos inducen a la cooperación. Las dos mayores catástrofes de la primera mitad del siglo XX dieron lugar, después de millones de muertos e indecibles sufrimientos, a arreglos de convivencia inéditos: el Estado de bienestar de un lado y el comunismo del otro enfrentados en guerra fría. El primero fue derruido, depredado por dentro y por fuera, y el segundo se extravió en el totalitarismo. Ninguno puede resucitar en las condiciones actuales. Hay que entender el momento: a diferencia de la tecnología y la economía, el gobierno y la política, es decir, el Estado es el artefacto que menos ha desarrollado su mejor aspecto: el que nos dota de la capacidad de entendernos y gobernarnos con igualdad y libertad, el que brinda la posibilidad de introducir la solidaridad en la convivencia. Entenderlo no es fácil y ponerlo en práctica aún menos. Para eso se requiere una decisión política colectiva que no quede en manos del oportunismo.

Ante cada situación crítica resultan insuficientes los estados nacionales y el orden internacional. Es urgente replantear sus competencias y capacidades y, sobre todo, sus prioridades. La organización política que requiere el mundo posviral tendría que nacer de la cópula consciente entre ambos y en ruptura con los moldes mentales que impiden el reconocimiento de fenómenos naturales y sociales nuevos y extraños.



Académico de la UNAM.
@ pacovaldesu

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