Hay cierto paralelismo entre la muerte de las repúblicas italianas del Renacimiento y lo que, en una escala muy distinta, ocurre hoy con las repúblicas democráticas. Las primeras sucumbieron al empuje de los nuevos principados, anticipo de la monarquía que reinaría en Europa y sus futuras colonias durante trescientos años, mientras que las segundas son hoy asediadas y en algunos casos deglutidas por los populismos.

La capacidad de llegar a acuerdos entre grupos y facciones gobernantes se ve agotada con un doble alejamiento: el que se da entre ellos mismos por el aumento de posiciones encontradas y entre ellos y la sociedad que gobiernan, exasperada por la continua posposición de soluciones a sus problemas. Prolongada esta situación suele sobrevenir ineluctablemente la emergencia de un poder unitario que, al desprenderse de las rémoras que retrasan resultados, promete resolverlo todo si se le entrega el poder absoluto: así los principados explotaron las debilidades de las repúblicas y los populismos de hoy las grietas en las democracias vigentes.

Desde que Julio César cruzó el Rubicón y derrotó a la república de Roma, la historia y la política guardan su memoria como emblema de esa repetición en tragedia o en comedia. Las figuras heroicas travestidas en bufones terminan por escenificar en el “gran teatro del mundo” lamentables parodias en que se agota la energía social acumulada por el sufrimiento y la confusión. Esos momentos de la historia suelen ser más el síntoma de la decadencia que el signo de la regeneración. Lo vemos hoy “en vivo y en directo”. Donald Trump termina sus días en la presidencia de Estados Unidos destruyendo todo lo que puede sin haber logrado carcomer el hueso mismo de un sistema que nunca entendió. En formatos tropicales se nos presentan los redentores que alegan la salvación con fórmulas que nos hunden en pasados sepultos. Venezuela y Nicaragua se hunden bajo la creencia (de dientes para afuera) de que está viva la llama “revolucionaria” del “socialismo”, tal y como fue formulada por el marxismo-leninismo y rezada en clave de dogma por sus beneficiarios. En México, el presidente populista actúa sin planes ni objetivos, excepto los que no revela por inconfesables, como el que ha de tener al hacer de las fuerzas armadas un pilar de su poder más seguro que su electorado.

Lo más patético de estos casos, sumados a los que se producen en Hungría, Polonia, Turquía, Rusia y Brasil es que sus esfuerzos se dirigen a destruir las instituciones democráticas que se han erigido en sus naciones, para que no haya otra forma de decisión más que la suya. Esas instituciones —y las decisiones ciudadanas que han hecho posibles— prueban dos verdades palmarias: que, contra lo que aducen, no es necesaria la autocracia para el cambio social progresista —como quiera que se le conciba— y, por consiguiente, que no se justifica la inmensa concentración del poder en El Líder Carismático. En pocas palabras, su presencia como fenómeno político es accesoria porque busca inducir una legitimidad sin asidero al igual que lo intentaron los fascismos y los “socialismos realmente existentes”. La verdadera opción para una sociedad mejor está en transformar constructivamente las instituciones con base en los dos principios fundamentales de la democracia constitucional: la decisión por mayoría y el respeto a la igualdad de todas las personas en la procura de sus derechos humanos, incluido el de formar otras mayorías. Ningún sucedáneo será suficiente para superar la legitimidad democrática y menos los principados patéticos que han brotado para que vuelva un pasado superado.

Académico de la UNAM
@pacovaldesu