Muchas democracias de la tercera ola (1974-2015) padecen las consecuencias de haber cambiado sus regímenes políticos sin transformar sus estados. En el régimen se regula el conflicto social y la disputa por el poder, la acción de los partidos que se enfrentan en la lucha electoral y se mantienen al acecho del otro, buscando el favor de la opinión pública para intentar hacerse de la mayoría de los votos y del gobierno. A diferencia del régimen, el Estado es el espacio de ejercicio del poder, de la autoridad como ordenamiento ético y normativo (administrativo y coercitivo) de la comunidad política; la esfera desde la que se facturan las políticas, se modelan las instituciones y se sirve (o no) al interés colectivo. El Estado es el lugar donde se realizan (o no) como gobernanza las aspiraciones legítimas de la ciudadanía y se desautoriza (o no) a todo aquello que la lesiona.

México supura por esta herida. Ya no puede volver a la infancia bajo la sombra del padre, pero tampoco ha sobrepasado la adolescencia. No ha dado el salto de la inocencia al doloroso reconocimiento de la responsabilidad propia e indeclinable. Cambiamos, desde 1994, las reglas para entrar al poder y llegamos a 2024 sin haber dado vuelta a la página del poder ilimitado. El ejercicio del poder sigue cebándose, hoy más que nunca, en la carne de la patria. Vaya, ni siquiera hemos podido formar una policía digna de tal nombre. Ninguno de los grandes poderes ha admitido nuevas reglas a las que deba someterse. El poder económico ha vuelto a la cómoda complicidad con los vientos dominantes; el Poder Legislativo se ha puesto, casi por completo, a los pies del Ejecutivo; el Judicial es asediado por la Presidencia que lo reclama para su uso exclusivo; el federalismo ha retornado a ser el rebaño sumiso del poder central. En suma, el despotismo ha vuelto por donde no le cerramos la puerta: la tradición, carisma y arrastre del caudillo autoautorizado, merced a la hipnosis fanática del mesianismo.

Los esfuerzos de armonización del ejercicio del poder estatal con las nuevas instituciones del régimen electoral y de partidos no fueron pocos, pero sí insuficientes. Para proteger los derechos ciudadanos, se crearon el INE, la CNDH, el Inai, la Cofece, el Coneval, la FGR, el IFT y el Inegi. Ninguno alcanzó a hacerse invulnerables al retroceso en sus capacidades y atribuciones. Todos han sido objeto de asedio o colonización por parte del Ejecutivo para anular sus facultades de controlar la arbitrariedad. Ya no más pluralismo, ya no más negociación y pactos, ya no más democracia. Lo que se propone es aplastar en nombre de una mayoría, que en 2018 fue absoluta para el presidente, aunque relativa para el congreso y que, en 2021, fue minoritaria frente al voto opositor. En Morena quieren ser Constituyente de facto por imposición. El punto fino es que, si lo consiguen, la Constitución no será el resultado de los acuerdos fundantes de la República, sino la imposición del “ganador” en versión comedia de lo que fue la tragedia obregón-callista-cardenista de 1928 a 1938 para doblegar al maderismo que, pese a la (contra)revolución, sobrevivía en el texto de 1917.

Ese Ulises desencadenado nos deriva a los arrecifes donde las sirenas llaman al naufragio. Un canto más se ha sumado estrepitosamente en la Corte Suprema mediante el dedazo presidencial. La nueva ministra Batres llama a reducir la Constitución y la constitucionalidad a la estrechez de su mollera. Los términos son claros: o priva la autoridad de los dictados del déspota o no hay constitución merecedora de obediencia.

Aquí y ahora, la disyuntiva en las elecciones de 2024 es clara: o llevan a consolidar el retroceso dando marcha atrás con la democratización del régimen mediante la consumación autoritaria en el Estado, o cavan la tumba del despotismo. Ninguna democracia está libre de fuerzas autoritarias. Lo que las distingue es su capacidad para mantenerlas a raya.

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