Este año 15 entidades renovaron gobernador. De éstas, sólo Baja California Sur, Campeche y Querétaro cuentan con niveles aceptables de incidencia delictiva y violencia.

En contraste, en Baja California, Colima, Nayarit, Sinaloa, Sonora o Zacatecas -entre otras entidades-, la situación va de preocupante a extremadamente crítica.

Ante ello, sería esperado que los candidatos contasen con una estrategia clara para recuperar la seguridad, acotar el poder de los criminales y garantizar el acceso a la justicia a todos sus gobernados.

Lamentablemente, la mayoría de los nuevos gobernantes, carecen de planes concretos, diagnósticos sustentados en datos e indicadores de avances o retrocesos que permitan suponer mejoras en tiempos breves.

Los ahora gobernadores repiten el discurso presidencial “nos dejaron un cochinero”, “es culpa de los de antes” como si hubiesen desconocido los retos de la entidad que pretendían gobernar y como si no fuese hoy su responsabilidad atender esos retos.

Las dos acciones visibles que podemos confirmar que han emprendido los nuevos ejecutivos estatales son (1) la solicitud de una mayor presencia de las fuerzas federales y (2) el nombramiento de militares o marinos al frente de las secretarías de seguridad del Estado.

En ambos casos, el desprecio a los civiles y la militarización parece la única estrategia posible para los nuevos gobernadores. Una estrategia que es injusta y un tanto disfuncional.

Es injusta porque las debilidades de nuestras corporaciones policiales se deben a causas estructurales y no individuales. En México el número de policías es y ha sido constantemente insuficiente respecto a los retos de seguridad; el trato que les damos es abusivo -malos salarios, malas prestaciones, mal equipamientos y mala formación-; les pedimos que reduzcan los delitos pese a que quienes dirigen las instituciones, carecen de estrategias efectivas para recuperar la seguridad.

Es ineficaz, porque no hay evidencia que los militares hayan logrado pacificar el territorio nacional. Salvo contados ejemplos -Tijuana, Ciudad Juárez, las zonas metropolitanas de Monterrey y La Laguna, donde los resultados se construyeron sí con las fuerzas armadas, pero con una imprescindible participación de las policías civiles, las procuradurías y la sociedad civil-, la presencia en lo local de las fuerzas armadas ha favorecido el crecimiento de la violencia en vez de reducirla.

También en este caso, es fundamental entender que no es culpa en lo individual de los militares de aumento de las violaciones a Derechos Humanos, al debido proceso y la impunidad; todo ello se debe a que le hemos pedido a nuestras fuerzas armadas atender problemas para los que nadie los formó y para el que no tienen las competencias desarrolladas.

Ante este escenario ¿cual debería ser la salida? Desarrollar un plan que permita garantizar un liderazgo civil en combatir los delitos.

Evidentemente ello no es fácil, se requieren recursos económicos suficientes; voluntad política; determinación en construir y mejorar las instituciones, en vez de destruir e inventarse el hilo negro en cada sexenio; sistemas objetivos de evaluación; contrapesos.

Es importante reconocer el trabajo de nuestras fuerzas federales. Sin embargo, dado que nos encaminamos a cerrar el tercer año más violento de la historia en nuestro país -sólo detrás de 2019 y 2020- podemos concluir que la militarización no ha logrado reducir la violencia, disminuir la corrupción o la impunidad.

Es difícil conciliar el camino de la militarización de la seguridad -que emprendieron el gobierno federal y la mayoría de gobiernos estatales- con la necesidad de recuperar nuestras corporaciones policiales civiles. No obstante, es imperativo hacerlo.

Si no logramos construir policías civiles confiables y efectivas, lo que veremos es el crecimiento de violencia, criminalidad violaciones a Derechos Humanos e impunidad, al tiempo que cada vez confiaremos menos en nuestras fuerzas armadas.

Director general de Observatirio Nacional Ciudadano 
@frarivasCoL 
 

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