Ante la pandemia por COVID-19 y la crisis económica que vivimos, las carencias de las comunidades han crecido. Ante un Estado incapaz, los sicarios han suplido con dádivas y apoyos las necesidades de los más desprotegidos.

Como si fuera campaña electoral en los últimos días hemos podido ver cómo varios cárteles otorgan despensas y se toman fotos con los beneficiados, exhibiendo la supuesta bondad de estos grupos. Una bondad que nos habrá de costar muy cara.

Desde siempre la delincuencia organizada se maneja en las vertientes plata o plomo: “si aceptas mis condiciones te llevas un dinero, si las rechazas mueres”.

Si el homicidio sigue siendo un método de control del territorio y de las comunidades, también lo es “apoyar a enfermos” o “resolver conflictos sociales”.

Que nadie se equivoque, los narcos no están siendo solidarios, están comprando la complicidad de las comunidades.

Para que la delincuencia organizada pueda prosperar necesita de dos cosas, un Estado débil y corrupto y una sociedad cómplice.

La historia nos enseña mucho al respecto, por ejemplo, si analizamos la mafia siciliana podemos entender cómo un movimiento de bandas de delincuentes se transformó en una institución trasnacional que dominó la vida pública por más de 150 años de miles de comunidades.

Desde 1800, no había obra pública, transacción económica o incluso matrimonio que se celebrase en la isla italiana, sin el consentimiento de la Cosa Nostra.

La mafia logró crear una serie de mitos construidos encima de los valores y creencias tradicionales de la sociedad siciliana: honor, lealtad y familia.

Con la idea que los mafiosos cometen crímenes porque buscan la revancha social en contra de los nobles explotadores, en una especie de expropiación proletaria en contra de los ricos; que la mafia nunca habría de atacar mujeres, niños o al Estado; que la palabra de un mafioso era ley; que si no se metían con ellos, nada habría de suceder; que si la mafia prosperaba habría comida para todos, que sólo con ellos, los verdaderos sicilianos, había bienestar, se forjó la idea que los mafiosos eran leales, respetaban la familia, eran hombres de honor, uomini d’onore.

200 años después, la mafia sigue existiendo, aunque gracias a la determinación, entrega, sacrificio y trabajo de muchos, hoy la mafia se encuentra territorialmente acotada, los homicidios en Sicilia son de 1.5 por cada 100 mil habitantes (para comparar sirva entender que en 2019 la tasa es de nuestro país ronda los 25) y hay una clara separación entre Estado y mafia.

La mafia aprovechó los vacíos que el Reino de las Dos Sicilias antes, el Reino de Italia y la República Italiana por último, no ocuparon, el abandono a una de las regiones (equivalente a las entidades de nuestro país) con el mayor subdesarrollo, le permitió a la mafia a través de la compra de voluntades -repartió dádivas, construyó iglesias y hospitales, castigó a los pequeños delincuentes e incluso amenazó a los hijos groseros que se portaban mal con sus padres- de adueñarse de la vida pública de los sicilianos.

En contraste, aquellas acciones que podrían parecer positivas terminaron favoreciendo el subdesarrollo de la isla, mermaron los recursos, aumentaron la desigualdad económica y limitaron las decisiones de vida de las personas.

La burbuja de los hombres de honor terminó con las guerras de mafia de los años 70’s del siglo pasado, los delicados equilibrios y divisiones territoriales entre los grupos delictivos se perdió e inició una lucha por ser el grupo delictivo preponderante entre las varias familias mafiosas. Esto llevó a Palermo a ser, por más de una década, la ciudad más violenta del mundo con una tasa de más de 70 homicidios por cada 100 mil habitantes.

Al Estado italiano no le quedó más que luchar, como resultado hubo más de dos décadas de sangre.

Muchas fueron las acciones que ayudaron a reducir el poder de la mafia, la unidad y el rechazo social funcionaron tanto cuanto las investigaciones ministeriales y la inteligencia policial.

Cuando por siglos los mafiosos se codeaban con empresarios, políticos y jerarcas de la iglesia católica, la postura del Papa Juan Pablo II de excomulgar a los mafiosos, a sus familias y comunidades si estos los apoyaban, a llamarlos al arrepentimiento y a condenar los actos de la mafia, fue fundamental para que la sociedad siciliana empezase a denunciar, a rechazar las dádivas, a quitar el apoyo que los delincuentes necesitan para poder escapar de la justicia.

Aprender de la experiencia internacional es importante, lo sucedido en Italia se ha repetido en muchos países, en todos los casos la acción policial debe acompañarse de un Estado que cumple, que atiende las necesidades de una comunidad y que incentiva el respeto de la ley.

Los delincuentes en nuestro país buscan su beneficio, han construido su poder gracias a la sangre de centenares de víctimas, gracias al subdesarrollo de las comunidades, gracias a la complicidad de los individuos y las autoridades. Los delincuentes no son generosos, no son pueblo bueno, son homicidas que buscan su beneficio.

Es hora de que el Estado recupere los espacios perdidos, atienda a los desatendidos, fortalezca las instituciones de seguridad y justicia, establezca una estrategia con indicadores objetivos de combate al delito y deje de lado las dádivas individuales para impulsar agresivos programas de reconstrucción comunitaria, es decir, nada de lo que el actual gobierno hace.

Si el actual gobierno sigue tirando el dinero en estadios de beisbol, proyectos de dudoso éxito financiero -como la refinería en Dos Bocas, el aeropuerto de Santa

Lucía o el Tren Maya-, con programas de transferencias económica sin mecanismos de supervisión y evaluación, con recortes presupuestales sin sentido en salud o en seguridad y si el presidente López sigue destinando una deferencia a las familias de los narcos -cuando desprecia a policías y colectivos de víctimas-, será imposible recuperar el territorio, mermar el apoyo de comunidades a los delincuentes y la violencia en nuestro país seguirá rompiendo récords.

Director del Observatorio Nacional Ciudadano
@frarivasCoL

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