La historia, se sabe, puede parecer infinita, se bifurca con frecuencia indescifrablemente, se pierde insospechadamente, regresa inexorablemente. La de Jalisco (que ignoro cuándo perdió la x que indujo a Valle Inclán a decidirse por México “porque México se escribe con la x”), puede buscarse en algún camino, en ciertos escritores, pintores, escultores, ingenieros, arquitectcos, en alguna lonchería, algún café, alguna cantina, alguna de las casas de Rosa Murillo.

Como lo ha recordado certeramente EL UNIVERSAL, Jalisco cumple 200 años como “estado libre y soberano”, como dicen los que hablan como placas de bronce. Su origen también se halla en el federalismo y el origen del federalismo en México se halla asimismo en Jalisco. En “El escabroso nacimiento de Jalisco y la labor de Luis Quintanar como precursor del sistema federal”, publicado en un número reciente, el 176, de Relatos e historias en México, Verónica Cervantes refiere que el 12 de mayo de 1823, Luis Quintanar, capitán general y jefe superior político de Guadalajara, “convocó a formar una federación” y el lunes 16 de junio de ese año, las autoridades locales sostuvieron “la voluntad de todos los pueblos de la provincia por el sistema representativo federado está manifestada del modo más claro y decisivo (y) declarada que es llegado el caso de hacerse el conocimiento de erigirse esta provincia en Estado Soberano Federado con los demás de la grande región mexicana, con el nombre de Estado libre de Xalisco”.

La creación incesante de Jalisco también está hecha de música, de arquitectura, de pintura, de escultura, de literatura peculiares. No sin envanecimiento vehemente, Juan José Arreola confesaba: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”, que devino su libro La feria. Zapotlán se ha transformado asimismo, entre otras cosas, en un volumen revelador de Guillermo Jiménez y una obra de José Rolón. No sólo en “El Cristo de Temaca”, sino en sucesivos poemas, el padre Alfredo R. Placencia ha deparado una geografía íntima de pueblos olvidados de Jalisco. No se ignora que Juan Rulfo recreó en libros inagotables el habla, circunstancias, personajes, memorias, historias posibles de Tuxcacuesco, la Media Luna, San Gabriel, Apulco, Sayula.

Agustín Yáñez consideraba que su bibliografía comienza con “Baralipton”, “los textos anteriores que publiqué son experimentos fallidos, simples ejercicios escolares”, le confesó a Emmanuel Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana. Nació en el Santuario, en Guadalajara, de la que ya escribía en la revista Aurora, “una revista muy cursi que servía para anunciar las programaciones de los cines de Guadalajara. Mi sección se llamaba ‘Kodak emocional’, un poco al influjo de Martínez Sierra. Eran instantáneas de tipos y personas. De ellas aproveché algunos pasajes en Genio y figuras de Guadalajara y en los ‘Juegos de agua’ de la Flor de juegos”, en que resultaba esencial “desechar palabras y giros que no correspondieran a un niño de la Guadalajara de año 10, de 12, de 14, años que se supone que describe el libro, y que son los años, en que yo viví mi infancia”.

Aunque en Al filo del agua puede descubrirse algo de Yahualica, de donde procedían sus abuelos, en el principio, Agustín Yáñez la conjeturó como una novela corta que conformaría Archipiélago de mujeres, “imaginaba un pueblo de los Altos durante el conflicto religioso, un pueblo como Jalostotitlán: encerrado, de mujeres enlutadas”. Un par de decenios después regresó literariamente a esa región en Las tierras flacas.

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