No hay momento oportuno para morir. Incluso, la muerte de un enfermo terminal es causa de sorpresa. Nunca se está preparado. Nadie está preparado. Ni el que se va, ni quienes se quedan. Morir siempre será inadecuado.

¿Cómo morir?, ¿dónde?, ¿a qué hora?, ¿con quiénes alrededor? Cualquiera diría que junto a la familia, pero qué tal si es en plena calle y los que se arremolinan son extraños curiosos.

¿Y si la hora llegara en el momento exacto en que realizamos lo que más disfrutamos?

Lo único malo sería que seguramente no habría tiempo para terminarlo, para culminar aquella razón de vivir.

Apenas comenzaba el año cuando Damar Hamlin, safety de los Bills de Buffalo en la NFL, parecía poner fin a sus días.

El 3 de enero se desplomó repentinamente, tras derribar a Tee Higgins, receptor abierto de los Bengals de Cincinnati, en una jugada que parecía de rutina.

Sufrió un paro cardíaco y, así como ocurrió hace un par de años en pleno partido de la Eurocopa con el danés Christian Eriksen, su corazón dejó de latir por unos minutos.

Casi enseguida, mientras los asistentes médicos trataban de reanimarlo, sus compañeros y los jugadores del equipo contrario —quienes instantes previos peleaban férreamente entre sí por la victoria—, formaron un círculo en torno suyo.

En el entendido de que la vida siempre será una batalla perdida, todos se hincaron, cerraron los ojos y apuntaron con las palmas de sus manos hacía él, en un esfuerzo desesperado de transmitirle sus fuerzas.

Ya alguna vez había escuchado de algún bebé que, luego de permanecer varios minutos muerto, volvió a la vida mientras su madre lo abrazaba con todo su ser.

La escena de estos hombres rudos aferrados con el pensamiento y las plegarias a la vida de su colega, no distaba mucho de un milagro de tal naturaleza.

Recientemente soñé que, del modo más inesperado y cruel posible, me moría.

En medio de la agonía, sentí con un doloroso realismo el fatídico arrepentimiento de lo malogrado, la frustración de no haber atendido el motivo de mi existencia y de desaprovechar la ocasión única de vivir.

Nos podemos ir en el momento menos pensado y más inoportuno, mientras perseguimos esa pelota o mientras dejamos escapar las ilusiones. Que no sea así, para que duela menos.

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