Hasta hace no mucho, tenía esta idea de que jamás me permitiría vivir conforme a una rutina. Me mortificaba la posibilidad de habituarme a una existencia ordinaria en la que todos los días fueran un poco más de lo mismo. No deseaba convertirme en un adulto al que, pasados los años, no le importaría vestirse anticuado o perdería el interés y gusto por la nueva música. Quería una vida insólita y jamás atarme a horarios.

Hoy, a mis 46 años de edad, veo que no es tan grave como parecía. Todavía trato de cuidar que los pantalones no me queden guangos y procuro actualizarme en la música (aunque mi rockstar favorito del momento sea Sir Elton John ), pero de lo que sí ya me curé es de aquella aversión a las costumbres y al hábito de hacer las cosas por mera práctica y de manera automática o metódica.

Al contrario de lo que pensaba, ahora considero sano mantener una rutina y guardar algunos horarios. Acostumbrarse a realizar ciertas actividades de manera regular y periódica fortalece la determinación. En mi caso, y especialmente en lo que al ejercicio concierne, me ha ayudado a trabajar la voluntad. Salir a correr cada mañana me sirve no nada más para sentirme bien, sino para organizar mis tareas y combatir el ocio, padre de todos los vicios.

Con el tiempo, entendí que repetir las mismas cosas una y otra vez no te resta originalidad ni te vuelve menos creativo. Al contrario, si haces continua y reiteradamente lo que te gusta, acabas por volverte más hábil, eficaz y experto. Las rutinas nos ordenan y —en el orden— todo fluye mejor, incluso las ideas.

Disfruto este hábito de ponerme los shorts, los tenis y asomarme muy temprano a la calle, a la misma hora cada día, y descubrir que a lo lejos viene ya la misma señora madrugadora de siempre con su perro, también habituado a su paseo matutino. Pasaron un par de semanas desde la primera vez que coincidimos para comenzar a saludarnos.

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Correr diario a la misma hora me ha llevado a conocer a otras personas con quienes comparto el hábito de madrugar (independientemente del fin): El de los tamales de la esquina, que a las 6:30 am monta su puesto; el matrimonio que trota invariablemente de pants negros; el de la basura; el mesero que llega primero que nadie a abrir el restaurante de la esquina.

Con todos me he familiarizado con los días, hasta convertirnos en parte de nuestras respectivas rutinas, que —lo mismo que con terceros— ayudan igualmente a conocernos mejor a nosotros mismos.

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