El mundo se ha quedado sin aplausos. Sin verdaderos aplausos, sin los que provienen de la espontaneidad, de la emoción, del asombro, de las hazañas, del reconocimiento. De una colectividad eufórica y complacida. Del momento.

Llevo meses con este sentimiento de que algo le falta a la vida. No importa que las calles se hayan vuelto a poblar, que los restaurantes ya se encuentren abiertos, que el barullo otra vez gobierne los discursos de la arena política o que nuevamente se lleven a cabo eventos deportivos.

Hay un silencio por encima y al final de todo. ¿Serán los aplausos que no suenan? Recuerdo uno de los instantes más espectaculares de mi vida: tenía 13 años de edad, interpreté en un pequeño teatro a Caifás, el malo de la obra, en la que al final agradecimos Jesucristo y yo al público en medio de una ovación absoluta.

Fue mi momento cumbre, no muy distante —supongo— del récord de la hora que apenas el viernes rompió Mo Farah en la Diamond League . Sacó definitivamente de las listas de la historia del fondo mundial al gran rey etíope Haile Gebreselassie . Pero no hubo palmas. Por lo menos no ahí, en el estadio Rey Balduino, en Bruselas.

“Te aplaudo desde casa, Mo”, pensé, arrebatado por la emoción, al tiempo que mi hijo terminaba su última clase en línea. Tiene ocho años de edad y esa misma mañana se angustió porque no podía entrar al Google Meets.

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Él, sus compañeros y su maestra aprendieron juntos a usar la plataforma de videoconferencias. “Un aplauso para ustedes también, profesores grandísimos y pequeños alumnos”, me salió del alma cuando lo vi junto, deseándole buen fin de semana a la profesora. Y así me seguí hasta el día de hoy, en un recuento de aplausos en el corazón.

“A las mamás y los papás que sudan en el súper y los mercados con cubrebocas y caretas empañadas, a quienes trabajan así todo el día, a los que compran y regalan despensas, a quienes piden ayuda.

A los que se parten en mil, a los que sufren, a los que se extrañan, a los que se dejaron y a los que no se sueltan, a los únicos que perdieron peso, a los que ganaron kilos, a los que mantienen la sonrisa, a los que nunca pararon y a quienes se detuvieron.

A aquellos que se salvaron, a quienes partieron sin una despedida. A los músicos, actores, deportistas y a los que —como Mo Farah— han dado lo mejor de sí en una pista aparentemente vacía, donde tal vez sientan que nadie ve su esfuerzo. Pero sí.

(Inspirado en “El puño en alto”, de Juan Villoro).

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