No hace falta sentirse perdido para pedirle señales al universo. Resulta fascinante también invocar a esas voces imperceptibles en un día común y corriente, abrirse a los canales de comunicación sutil, a través de los cuales fluyen las peticiones y, a veces, respuestas provenientes de quién sabe dónde; los ecos místicos.

Yo soy un practicante amateur de esa secreta comunicación, de la que va más allá de las palabras, de la que se establece en silencio o en la cama con los ojos cerrados, con uno mismo. Confío en la posibilidad de encomendarle nuestros pendientes y deseos a la noche, y en que quizá nos desdoblamos mientras dormimos para viajar en la oscuridad del espacio desconocido, donde somos capaces de disolver obstáculos y facilitarnos las cosas.

Creo, más que en la locura, en la sinrazón. A veces me gusta despertar e invocar los mensajes ocultos. La otra vez, antes de salir a correr, me propuse ir atento a las voces que escuchara durante mi distancia de sábado para ver qué tenían que decirme. “Que lo que escuche de otros en el camino, me transmita un mensaje”, me dije, y así me fui, con la convicción de que lo que coincidentemente pronunciara alguien a mi paso, sería un recado para mí.

En alguna ocasión, participé en una constelación familiar y justo de eso se trataba, de darle voz a terceros para recibir de ellos avisos aparentemente incomprensibles, pero que —con un poco de imaginación y buena actitud— te ayudaban a entenderte mejor. Se podrá creer o no en esto, aunque sin duda es divertido.

“Cuando vayas a llorar, no hables”, le sugirió un papá a su hija exactamente en el instante que pasé junto a ellos, y no supe cómo tomarlo. La mayoría de la gente que camina y corre por ahí va callada, nada más quienes van en grupo o con su teléfono hablan. Transcurrió un rato para escuchar de nuevo algo.

“¡Yo sólo quiero romper las reglas de la sociedad!”, cantaba a todo pulmón una chava de audífonos cuando la rebasé, y no me quedó más que reír, a mis 45 años de edad. “The rain took away everything [La lluvia se llevó todo]”, le comentó —kilómetros después— una estadounidense a otra, para finalmente oír parte de una conversación entre El Halcón García y un corredor que le compró unos aditamentos en su puesto al final del circuito: “Lo importante es hacer billete de lo que te gusta. Si es correr, de correr; si es volar, de volar. Que te paguen chingos de lana por hacer lo que amas”, le dijo el otrora ganador del Maratón de Nueva York en 1991, cuyo premio fueron 200 mil dólares y un Mercedes Benz último modelo.

No doy aún con el mensaje, ¿pero por qué habré escuchado esas cosas?

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