Alrededor del 60% de mujeres y hombres de Berlín duermen completamente solos. Sí, más de la mitad de los habitantes de la capital alemana no comparten su techo, se van a la cama y se levantan envueltos en un tímido silencio, que —tras el amanecer— se apodera contundente de esta ciudad solitaria y entrañable a la vez.

El dato me lo compartió el fin de semana uno de esos guías de turistas que no sólo saben hacer bien su trabajo, sino que lo exudan mientras te cuentan apasionadamente tantas historias de los lugares a los que les dan voz. Las ciudades calladas, al igual que las personas, son habitualmente las que más tienen que decir.

Ahí es donde encuentro la razón de que los berlineses hagan del maratón una fiesta, pues no hay un tramo de los 42 kilómetros sin público, pancartas, aplausos, música y gritos. A mi parecer, no salen a las calles nada más por la convivencia, sino porque —más bien— se conectan con el paso en solitario de los corredores. Es un entendido de la gente sola: En las miradas no nada más nos reflejamos, nos reconocemos. De ahí el deseo de salir, vernos a los ojos y atestiguar nuestro viaje interior rumbo a la meta.

Este domingo que pasó, tuve la fortuna de participar en el mismo maratón donde Kenenisa Bekele intentaría romper la marca mundial de la distancia. En una mañana atípica de otoño alemán, que rozó los 26 grados de temperatura, la posibilidad del etíope se evaporó junto con el deseo de muchos de los 25 mil participantes de mejorar sus marcas personales. Por lo plano del terreno, el recorrido suele ser propenso para bajar tiempos, siempre y cuando la temperatura no suba de esa manera.

Berlín, primer major multitudinario desde el brote de la pandemia, reunió a corredores de más de 130 nacionalidades: alemanes, mexicanos, estadounidenses, españoles, chilenos, chinos, finlandeses, australianos, flacos, gordos (no tanto, aunque algunos más repuestos por lo del encierro y los refrigeradores 24 por siete), fuertes, altos, chaparros, serios, sonrientes, lentos, rápidos, jóvenes, viejos, de cabello largo, casquete corto, con ropa negra y de colores.

Iván, el extraordinario guía de excursionistas, asegura que la capital alemana lo es también de la tolerancia. “Por fortuna, hay una parte del pasado que quedó atrás. Hoy, Berlín es una de las ciudades más tolerantes del mundo. Mucha gente está sola, pero somos libres”.

Eso mismo sentí al correr mientras ellos nos aplaudían y se atrevían a animarnos y gritar los nombres de nuestros dorsales antes de volver a sus casas y cerrar tras de sí nuevamente sus puertas.

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