Hoy he empezado a escribir estas líneas sin saber qué decir, qué hacer o a dónde quiero llegar. Supongo que tampoco es tan grave; finalmente, así es la vida: Empezamos sin la más remota idea de qué se va a tratar. Incluso, algunos mueren así, y tampoco es que sea el fin del mundo. O —bueno— sí, pero igual no pasa nada. A quién le importa —como ya dijera Alaska y Dinarama— que una vil columna de periódico comience sin rumbo o que no diga nada.

Ayer fue mi cumpleaños. 46. Recibí cientos de mensajes y buenos deseos: “Que sea un día increíble, pásala súper bien y que te festejen muchísimo”, coincidían la mayoría... Pues me la pasé fatal.

“¿Tú crees que este haya sido tu peor cumpleaños de la vida, pá?”, me preguntó Lorenzo, un poco acongojado, antes de desearme buenas noches.

“Sin duda, el peor de todos”, le respondí, aún de malas y pasando por alto aquella máxima: Hay veces, y horarios, en que uno ya mejor debe callar.

Las únicas visitas que recibí fueron las de los hombres de azul que nos metieron hisopos por las fosas nasales a todos en la casa, y mi gran banquete fue una repulsiva Pizza Hut de pepperoni a la que nunca le encontré el doble queso que le recalqué a la mujer que me tomó la orden, y que por supuesto me cobraron. Aparte, tuvieron el tino —que no tuvo Dak Prescott— de llegar justo cuando le quedaba un minuto al 49ers-Cowboys que vi echado en la cama con Lorenzo. ¡Me perdí el final, Pizza Hut!

Pero, además de ese partidazo, la verdad es que hubo otro buen momento (y algunos más que mi mujer se encargó de enumerarme ayer por la mañana en el Whatsapp, con lo que acabé de sentirme peor): Las cartas que me escribieron mis hijos, especialmente las de Regina y Paula. Ambas me alentaban a no dejar de hacer lo que me gusta y, sin ponerse de acuerdo, subrayaron: “Escribir, inventar historias, una película, la música, correr maratones, ¡tus sueños!”.

¿Cuántos sueños han dado ustedes por perdidos? Yo ya prácticamente deseché el de participar en unos Juegos Olímpicos. Desde niño, soñaba con la marcha y, aunque todavía no me resigno por completo, sé que ya suena ridículo. Lo bueno es que aún conservo varios, quizá igual de absurdos, pero ¿qué no lo único que separa al ridículo de la hazaña es la osadía?

Es muy confrontante, y a la vez conmovedor, que un hijo le deseé a su padre: “Siempre sé diferente, insiste”, cuando hay tardes que no sabes qué escribir y mañanas en las que ignoras hacia dónde ir, pues a veces el camino sólo se descubre hasta que comienzas a arrastrar los tenis y la pluma.

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