En los últimos días en Colombia se desataron impresionantes protestas en todo el país, como no se había presentado hace mucho tiempo, ocasionadas por el vil asesinato del abogado Javier Ordoñez a manos de algunos agentes de la policía, que pese a tenerlo sometido lo golpearon hasta ocasionarle el deceso. El resultado de las manifestaciones de inconformismo fue la muerte de trece civiles por balas disparadas por agentes del orden que dejaron además 400 personas heridas.

Este hecho de por sí muy grave, lamentablemente no es el primero que cometen las fuerzas de seguridad, pues el año pasado murió de un disparo el joven de 18 años Dilan Cruz resultado de labrutalrepresión del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), en una manifestación pacífica. En lo que va del año, se contabilizan un total de 9 personas jóvenes asesinadas en diversas manifestaciones que tienen como responsables a agentes de la policía. Todo parece indicar que hoy en Colombia la forma de contrarrestar las manifestaciones sociales por parte de los agentes del estado es disparar primero y preguntar después.

En un país con verdadera democracia se esperaría que ante la gravedad de los hechos el gobierno hubiese asumido de inmediato un compromiso con las víctimas, la aplicación de todo el peso de la ley para los responsables directos e indirectos y la formulación de modificaciones normativas para evitar que tales monstruosidades vuelvan a ocurrir. Pero eso es pedir demasiado, por el contrario, se responsabilizó a los participantes y supuestos organizadores de las protestas. Como en otras ocasiones, el gobierno no dio la cara, solo repartió culpas.

No nos debe extrañar este posicionamiento del presidente Iván Duque y su partido de gobierno, el Centro Democrático, que desde hace mucho tiempo vienen mostrando un desprecio total por la paz y una indiferencia sospechosa por la grave situación de violencia que azota el país. En Colombia, según la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, en 2016 se presentaron 61 asesinatos de líderes sociales; en 2017 la cifra subió a 84; para 2018 (cuando inicia el gobierno de Duque) se presentó el mayor pico al registrarse 115 homicidios, en 2019 se llegó a 108 y en 2020 se han verificado 37 asesinatos de líderes. Cómo no preocuparse por esa matanza de luchadores sociales, el horror de la violación por parte de hombres del ejército de una niña indígena y el que, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) durante el 2020 se han registrado en Colombia 55 masacres, las que para el gobierno son solo asesinatos. Más evidencia de la delicada situación de orden público no puede haber. Pero para el presidente, el uribismo y diversos sectores leales al gobierno, es un tema de conflicto entre grupos organizados al margen de la ley, ellos no tienen nada que ver con lo que sucede en la nación.

Sin embargo, son estos mismos actores políticos y económicos que evaden asumir la responsabilidad de lo ocurre en el país, los que ante el sometimiento a la justicia de su máximo líder Álvaro Uribe, acusan a la izquierda y sectores progresistas de ser responsables de lo que le pasa al expresidente, llaman a marchas y la desobediencia civil, a desconocer la justicia, en incluso no faltó la senadora que pedía que la reserva militar actuara para defenderlo.

Es este discurso beligerante, de odio político y social a sectores progresistas y populares el que hace cinco décadas sustentó el inicio de la violencia en Colombia, cuando los adeptos del aquel entonces partido conservador (militares, religiosos y terratenientes) generaron la matanza de los liberales, lo que desencadenó a la postre no solo miles de muertos, sino además, el surgimiento de la guerrilla, el narcotráfico y los paramilitares. Y es ese pensamiento el que también alimentó que se masacraran a dos candidatos presidenciales y más de 3 mil personas del partido de izquierda Unión Patriótica en los años ochenta.

Que hoy en día los policías disparen a los manifestantes sin el menor temor por sus actos, que las fuerzas militares cometan cualquier tipo de atropello a la población civil, solo puede entenderse desde un Estado como el colombiano que, conformado por un puñado de élites económicas, políticas, militares y sociales, históricamente han institucionalizado la violencia como forma para conservarse en el poder, que justifican el uso de la fuerza y la violación de derechos humanos para sustentar su falsa idea de democracia.



Investigador del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM

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