«En Morena no tenemos derecho a fallar porque la Transformación es mística, unidad, convicciones y amor al pueblo».

Luisa María Alcalde, presidenta nacional de Morena.

Resulta cómodo explicar la persistencia del apoyo al movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador como consecuencia de ignorancia, manipulación o falta de información. Es una explicación recurrente, pero también una salida fácil y solo parcialmente cierta, pues una parte sustantiva de sus seguidores más firmes no encaja en ese molde. Se trata, en muchos casos, de personas inteligentes, informadas y con capacidad crítica. El fenómeno, entonces, no se explica por ausencia de datos, sino por algo más incómodo, la forma en que reaccionamos cuando los datos amenazan una identidad.

La psicología política lleva tiempo señalándolo. Investigaciones difundidas por la American Psychological Association muestran que la educación no vacuna contra el sesgo y que, en ocasiones, incluso lo refina. Personas con mayor capacidad cognitiva no necesariamente revisan mejor sus creencias y suelen ser más eficaces para defenderlas. En política, pensar con rigor no siempre conduce a pensar distinto. A menudo solo permite justificar, con mayor elegancia, lo que ya se creía.

Con el paso del tiempo, el lopezobradorismo dejó de evaluarse como un gobierno y comenzó a vivirse como pertenencia. Ya no se trató de apoyar una agenda concreta, sino de ocupar un lugar moral. En ese tránsito, los resultados pasaron a segundo plano. Importó menos lo que ocurría y más de qué lado se estaba. La crítica dejó de ser una herramienta y se volvió sospecha. La ciencia política ha descrito este fenómeno, desarrollado por Iyengar y Westwood, como polarización afectiva. El Pew Research Center lo ha documentado ampliamente en contextos donde el adversario no solo se equivoca, sino que es percibido como moralmente ilegítimo. En ese marco, las cifras dejan de funcionar como evidencia y comienzan a leerse como agresión.

Aceptar que el país está peor, en violencia, en crecimiento o en calidad institucional, como muestran datos del INEGI y de organismos internacionales, no es un ejercicio técnico. Es un golpe emocional. Implica reconocer que años de convicción política quizá fueron un error. La psicología social lleva décadas explicando este mecanismo bajo el concepto de disonancia cognitiva, formulado en 1957 por Leon Festinger, quien sostuvo: «Cuando la realidad contradice una creencia sostenida durante mucho tiempo, el individuo tiende a ajustar la interpretación de la realidad antes que la creencia misma».

En ese contexto, no es menor que Luisa María Alcalde, presidenta nacional de Morena, haya hablado abiertamente de la «mística» del movimiento. Conviene darle al término la seriedad que amerita. La mística no pertenece al vocabulario de la administración pública. No habla de políticas ni de resultados ni de evaluaciones. Por definición, habla de fe, de comunidad, de la experiencia de lo divino (DRAE). Cuando un proyecto político se describe así, deja claro que no busca ser juzgado, sino creído, loado y defendido como cosa sagrada.

No se trata —conviene subrayarlo— de afirmar que México sea o esté camino a ser un símil de la República Islámica de Irán. Sería una exageración fácil y, por lo mismo, ociosa. El paralelismo parte de que el régimen de los ayatolás no se sostiene por eficiencia económica ni por bienestar material, sino por una autoridad moral que se asume superior a la verificación empírica. Cuando el poder se concibe como portador de una verdad moral, queda blindado frente a la evidencia. Parafraseando al politólogo Jan-Werner Müller, en los populismos maduros el poder no se justifica por resultados, sino por la exclusividad de la representación moral. Desde ahí, los errores dejan de serlo y se reinterpretan como sacrificios. Los datos no corrigen, blasfeman.

El lopezobradorismo parte de un líder fundador investido de virtud, una narrativa de redención histórica, un «pueblo» moralmente puro y adversarios definidos más por lo que representan que por lo que hacen. Ese esquema explica más cosas de las que suele admitirse.

Desde esa lógica, una eventual crisis económica en 2026 o 2027 no garantiza un despertar colectivo. La idea de que los colapsos corrigen creencias es más un deseo que una ley histórica. Las crisis, en contextos de fe política, no necesariamente erosionan lealtades y con frecuencia las endurecen. Mientras exista un relato mediático capaz de justificar el deterioro como herencia, conspiración o precio inevitable, la adhesión se mantiene.

Los cambios reales llegan por otra vía. No al caer los indicadores macroeconómicos, sino cuando la crisis irrumpe en la vida cotidiana, cuando el discurso deja de explicar lo que se vive o cuando aparecen fisuras internas que rompen la idea de comunidad moral. En política, las grandes migraciones no suelen producirse por presión externa, sino por implosiones.

El problema de fondo no es que existan malos datos, sino que estos hayan dejado de importar. Si una identidad política se coloca por encima de la evidencia, el debate público se vuelve ritual y el deterioro se normaliza. Las religiones políticas no colapsan por cifras, empiezan a resquebrajarse cuando ya no alcanzan para explicar la vida diaria de quienes creyeron en ellas.

La pregunta, al final, no es si habrá crisis, sino cuánto tiempo más bastará la mística para seguir dándole sentido.

fdebuen@hotmail.com X / Substack: @ferdebuen

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