“Lo dejaremos vencer (al T-MEC, en el próximo año), y tal vez lleguemos a otro acuerdo con México y Canadá” (Donald Trump, 3/12/25).
Entre cabeceada y cabeceada, el irascible presidente gringo intentó en esta misma semana entonar el canto fúnebre por el T-MEC olvidando, ¡qué raro!, que esa deplorable creatura es suya, exactamente como la impuso en 2017 y 2018 a Canadá y, previamente, a México. Los instrumentos de integración regional suelen ser diseñados y signados por los gobiernos, pero la vida que originan es dominada por lo que Nicolai Bujarín denominó <<las nuevas fuerzas productivas>>.
Con cierta antelación a su fallecimiento, el gran conocedor de la economía internacional y, más específicamente, de los bloques económicos (como bautizó a su obra definitiva, aunque sistemáticamente actualizada), el muy apreciado Antonio Gazol Sánchez, afirmó que el instrumento de integración norteamericana ya había cumplido su cometido, aunque con el dominio de la desviación sobre la creación de comercio o, más precisamente y en los términos de Jacob Viner (1950, La teoría de las uniones aduaneras), mucho más funcional al proteccionismo que al libre comercio.
El caso es que un impresionante flujo comercial entre los tres países es un fenómeno que llegó para quedarse, con el añadido de una creciente participación de las importaciones desde China y demás economías asiáticas que, en obvio de términos, no son fáciles de sustituir (si es que la estrategia sustitutiva es siquiera posible). Debe aclararse que el comercio regional es dominantemente intraindustrial y, dentro de él, principalmente intrafirma -la Ford de allá, es un ejemplo, le compra a la Ford de acá que, por costos laborales, tiene menores precios-. El asunto es que, con o sin tratado, ese comercio habrá de continuar, fundamentalmente, porque está puesto al servicio de las ganancias de las empresas multinacionales estadounidenses.
El problema radica en que, en el supuesto de la muerte del tratado, veremos la continuación de una inercia comercial inalterable, pero despojada de reglas y de, aunque muy débiles, regulaciones. Un problema para la geoeconomía y, por supuesto y principalmente, para la geopolítica estadounidense radica en que este mayor autoaislamiento económico y comercial le deja la mesa servida a una mayor penetración china en la región, curiosamente, también para el beneficio de las transnacionales gringas.
En tono con la primera ley de la Dialéctica -<<Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa>>- los empresarios estadounidenses saludan con entusiasmo los recortes fiscales que su gobierno les obsequia, pero no ven con buenos ojos la injerencia gubernamental en sus negocios con Canadá y con México, por no hablar de la práctica desaparición de mano de obra inmigrante en el sector primario de los Estados Unidos, por obra y gracia de la punitiva política migratoria trumpiana, que condena a muerte a los cultivos no cosechables.
Parece llegado el momento en que, literalmente, los líderes de la economía productiva de aquel país hagan algo por espabilar al “estadista”: ¡¡¡Despierta, animal!! Santa Anna perdió Texas mientras disfrutaba de una siesta; cómo da vueltas la vida.
Mientras duerme el subnormal, por acá podríamos comenzar a diversificar nuestro comercio. Además de con la vieja, e incumplida, conseja latinoamericanista, fundamentalmente viendo hacia Asia; ¿hacia qué otro lado?

