Recuerdo esta escena de una tarde de un peligroso jueves: en la primera mesa de la ya desaparecida cantina La Guadalupana en Coyoacán estaba Oscar Chávez sentado con otro grande, también ya un viajero perdido: Marcial Alejandro. Al entrar al lugar Oscar me vio y me dijo: “siéntate maestro, que tengo algo que contarte”. Yo había conocido personalmente a Oscar, amigo querido de grandes amigos, por esta historia: resulta que Julio Pliego, el documentalista y también amigo entrañable, que registró los movimientos sociales y culturales de México en la segunda mitad del siglo XX, me había mostrado un documento fílmico que incorporaría a una serie televisiva que produjimos en Canal 22 y que es hoy un tesoro: “México en los sesenta, antes del 68”. Ahí, en un fragmento fílmico se veía una escena memorable: un concierto de Pete Seeger, el músico y cantante estadounidense, en un galerón de la Colonia Condesa. “Debe haber sido por ahí de 1965, y de pronto –contaba Julio- entre una y otra canción Seeger nos dijo a todos los que estábamos ahí: ‘les quiero presentar al mejor joven cantante de México’, y en ese momento subió con su guitarra un jovencísimo Oscar Chávez a cantar.” Fue una espléndida ceremonia de iniciación. La secuencia era maravillosa pero, muy a su pesar, Julio había perdido el audio de ese fragmento filmado con su cámara de 16 mm. Cuando terminamos la serie me encargué de que la recibiera Oscar que no conocía la filmación y quien, desde luego, se emocionó mucho al verla.

Para Marta, Modesto y Felipe

Oscar fue un gran personaje desde esos años: fue el gran Caifán de la película de Juan Ibáñez, filmada en 1967; el que popularizó la cumbia “Macondo” del peruano Daniel Camino Diez Canseco, que emocionaría a Gabriel García Márquez cuando la escuchó por primera vez y con asombro, en la voz de Oscar, increíblemente reproducida en la grabadora de un bar en Berlín oriental; fue el compositor de esa hermosura de canción “Por ti”, que nunca envejecerá; y el intérprete legendario, entre cientos de canciones gloriosas, de ese poema de Martí que musicalizó también en los sesenta y que estremecía desde sus primeras líneas: “Quiero, a la sombra de una ala/ contar este cuento en flor,/ la niña de Guatemala,/ la que se murió de amor.”

Oscar fue parte de una familia de notables, primo de Enrique Lizalde, el actor y de nuestro extraordinario “Tigre”, el poeta Eduardo Lizalde. Fue de una verdadera izquierda humanista de la que nunca se alejó. Fue el insistente y nervioso artista que dudaba todos los años en hacer su tradicional concierto en el Auditorio Nacional y que, invariablemente, lo llenaba, como lo hizo también en un Zócalo repleto para celebrar sus 81 años. No hubo presidente que se salvara de sus parodias implacables, ni género que no fuera redescubierto con su voz espléndida de barítono: hasta las canciones taurinas que reunió en su “Encerrona”, una colección inigualable de pases dobles y homenajes taurinos.

Pocos artistas fueron tan respetados por sus convicciones, por su fidelidad a lo que creía, por no claudicar en su sentido crítico y en la exploración increíble que hizo de la música popular mexicana.

Sentado con él y con Marcial, Oscar me dio la noticia milagrosa: había encontrado en su biblioteca, entre sus cintas de carrete abierto, la grabación que él había hecho del concierto de Pete Seeger en La Condesa. Era un verdadero milagro que celebramos y que, ya fallecido Julio Pliego, nos hizo pactar que, en su memoria, debíamos hacer un documental contando la historia y mostrando el fragmento ya con el audio integrado. Cada vez que lo veía a partir de esa tarde le insistía en que nos sentáramos a armar ese documental, cosa que nunca hicimos. En el año 2017 me nombraron director general de la extraordinaria Fonoteca Nacional y unos cuantos días después de asumir el cargo, le llamé para saludarlo y para convencerlo de que todas esas cintas de carrete abierto que guardaba en su estudio las resguardara en la Fonoteca. Fue hasta la Casa Alvarado en Coyoacán, vio las bóvedas de los acervos de la Fonoteca, y entre varios cafés, hablando de Octavio Paz (quien vivió los últimos meses de su vida en ese edificio histórico), de sus primos, de la anécdota de Gabo en Berlín oriental atestiguada por Chema Pérez Gay y del asombro de que existiera una hermosa Fonoteca Nacional en medio de la vergüenza de gobiernos que siempre tenemos, nos anunció que no sólo donaría todas sus cintas sino también toda la parte de música de su biblioteca que, desde el año 2018, está ahí resguardada en la Fonoteca. Así era su generosidad.

Esa tarde en la Cantina La Guadalupana, recordando otro de sus fantásticos discos, el dedicado a la trova yucateca, le dije que no había nadie que interpretara la maravillosa “Sólo tú” de Alejandro Rosas como él. Marcial estaba de acuerdo en que el disco era espléndido y Oscar, halagado, dijo algo que ahora que la inevitable destrucción de un virus lo ha vencido, me aparece en la memoria con increíble emoción: “Lo grandioso de la trova yucateca es que tiene que ver de manera tan íntima con la vida, que cuando la cantas parece que te estás despidiendo”. En este momento estoy escuchando esa versión con el gran y entrañable Oscar, mientras con profundo dolor me estoy despidiendo. Adiós, querido Oscar.

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