Especialistas de todo el mundo están advirtiendo que pronto sufriremos de una nueva crisis económica mundial tras el Covid-19. En este artículo quiero ejemplificar cómo la profundidad de la crisis en cada país dependerá de las medidas que implementen los gobiernos, utilizando las lecciones extraídas de la Gran Depresión iniciada en 1929 y la recesión de 2008-2009.

La Gran Depresión fue la crisis económica más fuerte que se haya vivido en Estados Unidos durante el último siglo. En esta crisis la tasa de desempleo alcanzó el 25 por ciento, nivel que no se ha registrado desde entonces. Afectó a países de todo el mundo y es una de las principales razones que propiciaron la Segunda Guerra Mundial y el ascenso al poder de Adolf Hitler.

En Estados Unidos la crisis se profundizó por los graves errores cometidos por la administración del entonces Presidente Herbert Hoover.

Son muchas las causas que explican el origen de la Gran Depresión, entre ellas se encuentran: el surgimiento de un crecimiento exagerado en el consumo de toda clase de bienes y la compra de acciones; el crack del mercado de valores estadounidense a finales de 1929; la posterior falta de liquidez y crédito; el desempleo masivo; una terrible caída en los precios de bienes y servicios (llamada deflación); el incremento a los aranceles de importaciones; y una crisis ecológica conocida como el Dust Bowl. Las explico a continuación.

Después de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos experimentó un boom económico. Las industrias empezaron a crecer rápidamente, la gente conseguía buenos empleos y países de todo el mundo consumían productos estadounidenses. Había una gran confianza en la economía, pero las personas exageraron y empezaron a consumir muchas cosas compradas con crédito, incluyendo acciones, con lo que se generaron inversiones especulativas y de alto riesgo.

La gente sin experiencia financiera también compraba acciones de forma desorbitada al ver que el precio de las mismas no dejaba de subir. Algunos especialistas han estimado que dos terceras partes de la acciones en Wall Street se compraban con dinero prestado. Esta demanda artificial generó un aumento exagerado del valor de las acciones que estaban alejadas del valor real de las empresas, lo que creó una burbuja especulativa.

Algunos expertos advirtieron que los precios de las acciones caerían bastante por haberse inflado tanto. Los inversionistas más experimentados empezaron a vender sus acciones a fin de materializar sus ganancias, pero con ello propiciaron un ambiente de inestabilidad en los precios y que se esfumara rápidamente la confianza en el mercado de valores, lo que ocasionó que todas las personas intentaran vender sus acciones.

El mercado de valores cayó en picada y muchos estadounidenses perdieron todos los ahorros que habían invertido en la bolsa y, además, dejaron de pagar los créditos que debían a los bancos. Por ello, los bancos empezaron a tener problemas de solvencia y liquidez. Cuando la gente percibió que las instituciones financieras estaban en problemas comenzaron a acudir a los bancos para retirar su dinero, provocando con ello lo que se conoce como una “corrida bancaria” que derivó en la quiebra de los bancos.

Los bancos que sobrevivieron no tenían dinero para prestar a quienes lo necesitaban para pagar proveedores o salarios de su fuerza laboral. No había liquidez para mantener a flote a las empresas y esto se combinó con que mucha gente empezaba a perder su empleo y no tenía dinero para comprar. La Junta de la Reserva Federal (FED) no propuso algún esquema que aliviara la presión de los bancos y tampoco inyectó dinero en la economía.

El desempleo se incrementó de forma importante, pues cada vez menos gente tenía dinero para comprar, las empresas dejaron de vender y tuvieron que bajar sus precios. Con la caída de los precios (conocida como deflación) y de ingresos, se tuvo que despedir a más trabajadores, lo que provocaba menor consumo, menores ventas, más deflación y más desempleo; un círculo vicioso muy dañino para la economía. El índice de precios al consumidor en Estados Unidos cayó 27% entre noviembre de 1929 y marzo de 1933.

La FED subió las tasas de interés para preservar el valor del dólar y eso restringió aún más la disponibilidad de dinero para las empresas y empeoró la situación.

La crisis ya había dejado en la calle a muchos estadounidenses, siendo que los embargos y desalojos eran comunes. El gobierno de Hoover, que había preferido no intervenir y dejar que el mercado se autorregulara, decidió intervenir pero de una forma terrible: subieron los impuestos a las importaciones para así proteger a las empresas estadounidenses de los productos provenientes del exterior, lo que provocó que los demás países también aumentaran los impuestos a los productos norteamericanos. El comercio mundial cayó en dos terceras partes entre 1929 y 1934.

El último factor que causó la Gran Depresión fue una sequía en la década de los 30 que se combinó con prácticas agrícolas que erosionaron el suelo gravemente. Esto creó tormentas de polvo masivas que ahogaron ciudades, enfermaron a la gente, y mataron cultivos y ganado. A este fenómeno se le conoce como el “Dust Bowl”.

El gobierno de Hoover se ha vuelto un ejemplo de lo que NO debe hacerse en materia de políticas públicas durante una crisis. Tuvo como consecuencia no sólo no haber detenido los impactos de la crisis en sí misma, sino que la exacerbó y afectó con ello la vida de millones de personas. En resumidas cuentas permitió que se destruyeran empleos que podrían haberse evitado a través la aplicación de políticas públicas correctas y oportunas.

La administración siguiente, dirigida por Franklin D. Roosevelt, ayudó a la economía a salir adelante gracias a un conjunto de medidas conocidas como el “New Deal”, o nuevo acuerdo (entre gobierno, empresas y sociedad). Estas medidas tenían el objetivo de reactivar la economía aumentando el consumo; que la gente tuviera empleo y dinero para comprar bienes, lo que ayudaría a las empresas a crecer de forma sostenible en el tiempo y con ello conservar empleos y regenerar aquellos que se habían perdido.

Roosevelt no quería que la gente dependiera para siempre de los subsidios. Sin embargo entendió que las empresas no estaban en condiciones de contratar trabajadores, siendo ésta una situación de excepción. Por eso creó muchas fuentes de trabajo temporales, financiadas con gasto gubernamental, en infraestructura productiva; y sentó las bases de la seguridad social contemporánea, dando protección económica a los desempleados, ancianos, ciegos, personas con discapacidad y niños de bajos ingresos. También crearon asociaciones público-privadas para impulsar la industria y se concedieron nuevos préstamos para apoyar a los que, por el momento, no podían pagar lo que debían.

Desde la Gran Depresión y el rescate del New Deal, los gobiernos del mundo han aprendido que cuando en una crisis cae la demanda por parte de la economía normal, se tiene que incentivar esa demanda a través de la intervención de un Estado que inyecte dinero a la economía. Lo mismo pasa con la crisis global de esta pandemia provocada por el Covid-19: los gobiernos piden a la gente que se quede en sus casas, e intervienen para evitar millones de muertes innecesarias, al tiempo en que deben intervenir para evitar millones de despidos innecesarios.

En la crisis de 2008-2009, el gobierno de Barack Obama realizó una inyección masiva de liquidez para evitar que las empresas despidieran trabajadores por la falta temporal de dinero. Aumentó el gasto del gobierno dedicado a crear empleos temporales y capitalizó de forma provisional a muchas empresas para que no despidieran a sus trabajadores. No les regaló dinero a las empresas, sino compró sus acciones y cuando las empresas se recuperaron vendió dichas acciones mucho más caras, lo que hizo que el gobierno ganara dinero, al comprar muy barato y vender caro las acciones. Esto fue un círculo virtuoso que a su vez salvó millones de empleos. A los pocos días de asumir la Presidencia, Obama firmó la Ley de Recuperación que aprobaba más de 800 mil millones de dólares para controlar la crisis.

En 2020 muchos gobiernos se están anticipando a la crisis económica que va a provocar el Covid-19, al obligar a millones de personas a quedarse en sus casas y no poder salir a comprar y a trabajar como lo hacen habitualmente. Mientras más pronto y con mayor capacidad actúen los gobiernos, menor será la profundidad de la crisis y más empleos podrán salvar.

Como lo señalé en mi artículo de la semana pasada, la mayoría de los países están apoyando la liquidez de las empresas, suspendiendo temporalmente el pago de créditos, hipotecas e impuestos; otorgando nuevos créditos apoyados por el gobierno; transfiriendo dinero a las familias más vulnerables; suspendiendo el pago de servicios básicos a quien no puede pagarlos; y ayudando temporalmente a las empresas para que no despidan trabajadores.

México también necesita de un Nuevo Acuerdo, uno que no permita que esta crisis se nos salga de las manos y que con ello se destruyan millones de empleos de forma innecesaria. Un nuevo acuerdo que ayude a minimizar los impactos que esto tendría en la pérdida de calidad de vida de los mexicanos y el aumento en la pobreza. Desde el año pasado, el Gobierno Federal instauró programas con ese mismo objetivo de estimular el empleo, como es el ejemplo de Jóvenes Construyendo el Futuro. Es momento de seguir ese espíritu en favor del empleo y escuchar las lecciones que nos da la historia a partir de crisis como las de 1929 y 2008-2009, porque, como sabemos, quien no aprende de los errores de la historia, está obligado a repetirlos.

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