Pocos habrían apostado a que las relaciones entre México y Estados Unidos marcharían mejor con Donald Trump que con Biden. Entre otras razones porque Trump quedará para la historia como uno de los presidentes norteamericanos más ofensivos y arrogantes hacia nuestro país. Muy buena parte de su plataforma política estuvo construida sobre los cimientos de denostar a México y a los mexicanos. De ahí que se requiriera de un esfuerzo bastante considerable para lograr que las relaciones con el actual ocupante de la Casa Blanca resultaran más tirantes y de menor entendimiento que con ese personaje. ¿Qué está pasando?

En los hechos, la administración Biden ha sostenido un trato más institucional y ciertamente menos visceral y politizado que durante el gobierno de Trump. La tardía felicitación del gobierno mexicano a su victoria electoral da la impresión de que no hizo mella o simplemente fue pasada por alto en Washington. Hasta la fecha no se han registrado expresiones denigrantes ni amagos de someter a México como lo hizo Trump con su amenaza de aplicar aranceles a los productos mexicanos si no sellábamos la frontera con Centroamérica. Tampoco se han producido sorpresas indeseables como fue el arresto del exsecretario de la Defensa Nacional. Más bien, Washington ha buscado identificar puntos de encuentro con México en el tratamiento de la migración que proviene del Triángulo Norte, reabrir los procesos de asilo, detener la construcción del muro y ofrecer un trato más humano a los migrantes que llegan hasta su frontera. El costo político para Biden ha sido muy considerable por proceder de esta manera. En la evaluación de sus primeros cien días de gobierno, la calificación más baja la obtiene precisamente en el manejo de la migración.

La línea oficial de Washington revela el deseo de mantener una relación fluida y funcional. La mayoría de las quejas que provienen del norte las han impulsado agrupaciones que ven afectados sus intereses en México, especialmente en el sector energético y las centrales obreras de ese país.

Del lado mexicano, desde que se conoció el resultado de las elecciones se ha desplegado una estrategia con aroma de fricción y desconfianza. Es probable que se parta de la lectura de que el gobierno de Biden será, tarde o temprano, más intervencionista y crítico que su antecesor. Con Trump se llegó al entendimiento de que mientras México le apoyara en asuntos prioritarios para la Casa Blanca, se abstendrían de cuestionar, siquiera comentar, las políticas y decisiones del gobierno mexicano. Con Biden debe existir la sospecha de que pondrán en tela de juicio algunas de las medidas adoptadas por la 4T. Las áreas potenciales de fricción se perfilan en un enfoque diametralmente opuesto para contener el calentamiento global y el uso de energías fósiles, el trato a las petroleras y gaseras estadounidenses, la inacabada reforma sindical y laboral en México de conformidad con el TMEC y la visión de Estados Unidos en materia de derechos humanos. En las altas esferas del gobierno mexicano debe existir la presunción (en una de esas hasta información verificada) de que el nuevo gobierno demócrata cuestionará de manera más abierta las acciones que va tomando México. En diplomacia suele decirse que el que pregunta no se equivoca. Dada la importancia y dimensión de las relaciones con Estados Unidos, resulta indispensable que ambas partes discutan y pongan sobre la mesa sus preocupaciones y se fijen las reglas del juego. Generar una política bilateral a base de suposiciones o sospechas es un augurio muy negativo para las relaciones entre los dos vecinos.

Internacionalista