Calificar a nuestros narcos como terroristas es una decisión que Estados Unidos puede tomar de manera totalmente unilateral, sin consulta previa con el gobierno de México. No es un mecanismo particularmente cortés o amistoso, pero esa es la manera como operan las leyes estadounidenses. Si existiera una buena interlocución política con Washington, quizá habrían compartido con México una decisión que, según reveló Trump, llevan evaluando más de tres meses. Tarea nada fácil con un mandatario voluble e impredecible.

Esta es la señal más clara de Estados Unidos sobre lo que en verdad piensan de la estrategia nacional de abrazos y no balazos, becarios no sicarios. Los datos crecientes de homicidios y violencia les proporcionan una buena base para la crítica. Esto ha colocado al gobierno de México en la incómoda posición de pronunciarse en contra de que a nuestros criminales más sanguinarios se les califique como terroristas. Decapitan, asesinan a madres y bebés, extorsionan a la ciudadanía, cuelgan de los puentes a sus adversarios, sembrando el terror, pero sin llamarlos terroristas. Por sus delicadas implicaciones para la relación bilateral se les puede calificar de bárbaros, salvajes, matones y desalmados, pero no así, de terroristas. Esa designación está reservada para las agrupaciones que tienen una agenda ideológica, racista o de extremismo religioso, no para unos delincuentes comunes, independientemente del grado de crueldad que apliquen.

Si nos atenemos a los resultados de sus acciones, las bandas criminales de México son más letales que la mayoría de los grupos terroristas clásicos. No tienen la práctica de colocar coches bomba o de utilizar comandos suicidas. Los métodos y motivaciones de nuestros narcos son efectivamente distintos a los del Estado Islámico o de Al Qaeda, pero los estragos que generan sus acciones son bastante similares; dominan territorios, imponen su autoridad, matan y atemorizan a la sociedad.

El dilema de fondo que presenta la decisión que pretende tomar Estados Unidos es que esa designación (de acuerdo a sus leyes y no a alguna convención internacional) obliga a su gobierno a actuar en contra de los terroristas donde sea que se encuentren. Es bajo ese supuesto que mantienen tropas en el norte de Siria, combatiendo al Califato Islámico o a los talibanes en Afganistán. Se entiende que el objetivo primordial de Donald Trump al hacer pública su intención de calificar a los narcos mexicanos como terroristas no consiste en enviar tropas a México, sino presionar a nuestras autoridades a que sean más eficaces en su combate a estas bandas, a que los enfrente con todos los recursos y la inteligencia del Estado y a que modifiquen la estrategia. Puede haber diferencias sobre el método, pero estos propósitos son los que, antes que nadie, demandamos los mexicanos al ser las principales víctimas de estos criminales.

Este episodio puede lastimar gravemente al conjunto de la relación bilateral. Es urgente establecer al más alto nivel las bases de entendimiento y corresponsabilidad que permitan a México y Estados Unidos atacar un fenómeno común.

Director General Ejecutivo del Aspen Institute

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