El tablero del poder internacional registrará los cambios de posiciones más importantes desde la Segunda Guerra Mundial, dependiendo del papel que cada potencia juegue en la resolución de la pandemia y la reactivación económica. Los países que demuestren mayor capacidad para superar esos dos grandes acertijos de la actualidad subirán varios peldaños en la estructura mundial. Pero aun más ascenso lograrán aquellos que realicen acciones que beneficien a la humanidad y no sólo a ellos mismos.

China es el país que tiene más claramente levantada la mano para erigirse como el salvador del mundo y consolidarse como superpotencia global más allá de su incuestionable fortaleza económica. Parte de su cálculo político obedece a borrar el estigma de que la pandemia comenzó en suelo chino. Eso les importa sin duda, para quitarse de encima la acusación que les cae todos los días a las cinco de la tarde en la conferencia de prensa que se celebra en Washington. Sin embargo, la estrategia de Beijing va más allá. Los chinos han sacado la chequera para ser los primeros que encuentren una vacuna, lo cual pudiera ser minimizado por sus adversarios como una simple forma de expiar culpas por el virus que surgió en Wuhan. Pero la chequera se orienta principalmente a sostener la planta productiva (y los empleos) de otros países. No sólo porque así seguirán siendo consumidores de productos chinos, sino para ocupar espacios económicos que a menudo no pueden llenar los gobiernos de muchos países.

El otro país que de manera muy discreta ha subido importantes escalones en medio de la pandemia es Alemania. La eficacia con la que han enfrentado la crisis sanitaria y la reactivación económica los singulariza dentro del mundo occidental, dentro de las democracias y, claramente, como eje rector para la recuperación y el futuro de Europa. Alemania se consolidará como la potencia indiscutible del Viejo Continente.

Estados Unidos, el otro gran jugador en el tablero mundial, pareciera no darse cuenta de que la estructura global de poder cambiará radicalmente después de la pandemia. Bajo la presidencia de Donald Trump, Washington ya venía dejando claro su nulo interés por ejercer liderazgo internacional. Han sido tres años de insistente devastación de la Alianza Atlántica, las Naciones Unidas y, en general, de la concertación internacional. Desde el retiro del Acuerdo Transpacífico, primer acto de gobierno de Trump, hasta cancelar sus cuotas a la OMS en plena pandemia y, desde luego, abandonar el Acuerdo de París en materia ambiental. Estados Unidos tomó la decisión unilateral de desdibujarse del mapa y ahora intenta, más con retórica que con realidades, reposicionarse ante otras potencias que se pusieron a hacer a la tarea. El lema de America First ha pasado a ser America Alone. También buscan afanosamente la vacuna y la cura pero, en caso de lograrlo, servirá más a propósitos internos y para las elecciones en puerta que para erguirse como el líder que marca el camino.

En el resto del globo, algunos países ya han subido de estatura y otros se han empequeñecido en la escena mundial. Algunos más se han hecho tan chicos que ya no esperan más que el milagro, como la vacuna o los apoyos económicos, les lleguen del exterior. Habrá nuevos liderazgos en el mundo, pero la mayoría de los países quedará en un plano subordinado al poderío científico y económico de unos cuantos.


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