Los altos cuadros de las Naciones Unidas se refieren a América Latina como “La zona del misterio”. Misterio porque a pesar de que nos unen más similitudes que diferencias, tanto en carácter como en problemas, la región no acaba de encontrar un modelo de concertación política y de integración económica que haga un cambio en las vidas de los latinoamericanos o que posicione de manera más definida a nuestra zona en el mundo. Si preguntáramos a un europeo, un chino o un estadounidense qué es lo que quiere Latinoamérica nos responderá y con razón, que simplemente no sabe.

A nivel ideológico y político, la región lleva décadas sin contar con puntos de referencia en común; se alternan posturas nacionalistas y estatistas con esfuerzos por insertarse en la globalización, visiones de una izquierda revolucionaria de grandes discursos y pocos resultados con recetas económicas neoliberales que no logran disminuir las brechas sociales y suelen concentrar más los ingresos. A fines de los noventa parecía existir coincidencia en que la democracia sería el modelo insustituible. Así, hace exactamente 20 años se adoptó la Carta Democrática Interamericana, mediante la cual todos los estados del continente se adherían a sus ideales y a sus prácticas. Hoy día es claro que ni siquiera existe ese consenso en torno a los principios y la práctica democrática.

Por largos años unió a los latinoamericanos un justificado rechazo a las maniobras e intervenciones de Estados Unidos en la región. Desde el fin de la Guerra Fría y de los conflictos en Centroamérica, la atención de Washington se dirigió a otras partes del mundo; los ataques terroristas del 9/11 terminaron por sacar a nuestra región de las prioridades estadounidenses.

Sin enemigos comunes y sin convicciones políticas que generen un consenso elemental, América Latina no tiene otra ruta más que identificarse en sus problemas (esos sí muy similares) y hacerse cargo de que la responsabilidad esencial para superar sus carencias y rezagos radica dentro de la misma región. Lamentablemente, siguen vivas las tentaciones de culpar al exterior, al pasado o a las ideologías, en lugar de mirar hacia adentro y formular estrategias incluyentes y de largo plazo que cambien el rumbo de cada país y de la región en su conjunto. Nadie va a venir a hacernos la tarea y tampoco es algo deseable. Casos como el de Corea del Sur o el del mismo Vietnam —ambos cercenados y devastados por las guerras— deben alentarnos a abandonar la manía de buscar excusas en vez de producir buenos gobiernos y buenos resultados.

En este sentido, será muy interesante observar si en la cumbre de la CELAC de estos días en México, América Latina y el Caribe es capaz de generar una visión distinta, desprovista de la tradicional retórica hueca y más efectiva para detonar el desarrollo de la región.

Internacionalista