En noviembre de 2016 se firmó la paz en Colombia. Terminaba así, después de 54 años, la guerra civil más prolongada del continente. Se me quedó grabado un dato que aportó el presidente Juan Manuel Santos: en cinco décadas y media habían perdido la vida 220 mil personas como resultado del conflicto. De inmediato hice el comparativo con la situación que vivimos en México. Desde que el gobierno de Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico en 2007, más mexicanos han perdido la vida que en una auténtica guerra civil como la colombiana. De hecho, ya contamos más víctimas que en la misma guerra de Siria.

En la etapa de mayor violencia, Colombia enfrentaba a los cárteles de Medellín y de Cali, al ELN, las FARC y los paramilitares. En México no hemos tenido más que cárteles de la droga, grupos de autodefensas que en poco se asemejan a los paramilitares colombianos y si, tuvimos algunos brotes guerrilleros pero mucho antes de que la violencia estallara a plenitud. Deberíamos concluir en que si Colombia pudo ponerle un alto a su espiral de violencia (a pesar de las complicaciones recientes), México enfrenta un panorama menos complejo y debería ser capaz de lograr pronto la pacificación.

Pero no vamos bien. En México llevamos doce años con un promedio de 30 mil muertes anuales, lo cual nos coloca en 100 mil decesos más que el acumulado en medio siglo en Colombia. Encima, este número no es más que una estimación, pues ni siquiera contamos con datos fidedignos de cuántas personas han muerto o desaparecido. A diario se descubren fosas clandestinas y ejecutados sin nombre ni familiares que los reclamen. La realidad es que ya perdimos la cuenta y cada día importa y conmueve menos, no sólo porque los muertos se han convertido en una cifra sin rostro, sino porque ha ido permeando la noción de que los criminales se matan entre ellos, que se buscaron ese destino y forman parte de un universo paralelo.

A pesar de que desde mediados de los noventa hemos gozado de una relativa estabilidad política —que no debe confundirse con el folclor, las corruptelas y los desfiguros de muchos de nuestros políticos— y que la economía mexicana ha mostrado un crecimiento magro pero sostenido, cada año que pasa rompe el récord del anterior en violencia y criminalidad.

En pocas palabras, tenemos éxitos y fracasos similares a los de muchos países de América Latina y otras regiones del mundo, pero nos distinguimos por los índices de asesinatos, por la crueldad con que se cometen y la proliferación de la delincuencia. ¿Por qué no ocurre esto en países con serias diferencias sociales y de ingreso como la India o Argentina o en un país como Marruecos por donde pasa buena parte de la droga hacia Europa? Parte de nuestra maldición puede obedecer a ser vecinos del mercado más grande de estupefacientes del mundo. Parte puede obedecer a las disparidades económicas en nuestra sociedad, aunque éstas las hemos tenido de siempre y no generaban estos índices de criminalidad.

Esta “singularidad mexicana” debe ser motivo de estudio profundo. Todos intuimos que algo tienen que ver los niveles de impunidad, falta de profesionalismo de nuestras policías, ausencia del estado de derecho, la corrupción e ineptitud en el sistema judicial y si, nuestra posición geográfica al lado de esa aspiradora de drogas que se llama Estados Unidos. Pero no lo sabemos a ciencia cierta, ni sabemos tampoco el peso que tiene cada uno de estos factores sobre la crisis de inseguridad que vive el país. Mientras no lo sepamos, no podremos contar con una estrategia eficaz y seguiremos acumulando muertos y graves afectaciones a la economía y a la convivencia entre los mexicanos.

Director General Ejecutivo del Aspen Institute

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