En Chile, en Ecuador y en Francia se encendió la mecha del descontento por el aumento al transporte y la gasolina. En Cataluña y en Hong Kong por lograr mayor autonomía o de plano la independencia. En todos los casos, la gente ha salido a tomar las calles con una virulencia y un hastío que muestra la elevada temperatura que contiene el caldero del enojo social. Reducir los subsidios a los combustibles o incrementar el precio del boleto del metro es motivo suficiente para poner en jaque a los gobiernos y aunque reculen y cancelen las medidas, las manifestaciones no hacen más que exacerbarse y añadir nuevos reclamos. La pradera está seca y cualquier pequeña chispa la convierte en un enorme incendio.

Frente a estas experiencias, muchos líderes del mundo estarán poniendo sus barbas a remojar y evaluarán con extremo cuidado anunciar cualquier medida que pudiera ser medianamente impopular. En Chile, donde se han registrado las manifestaciones más violentas, algunas pancartas leían: “No son los 30 pesos (de aumento al precio del metro), sino los últimos 30 años”. Correcta o incorrectamente, muchas personas piensan que es injusto que los estratos más pobres, los que por necesidad utilizan el metro, son los que deben sufragar el incremento en el costo del servicio, mientras que las clases más acomodadas apenas si se enteran de las alzas. Algo similar ocurrió en Francia y en Ecuador con el aumento a las gasolinas. El levantamiento de los chalecos amarillos ha orillado al gobierno a revisar, ni más ni menos, las relaciones entre gobernantes y gobernados.

No es novedad que en todas las sociedades les vaya mejor a unos que a otros. Es más o menos normal que aquellos que ofrecen productos o servicios que todo mundo requiere —por ejemplo alimentos, materiales de construcción o líneas telefónicas— ganen más que los que dan beneficios imperceptibles a la comunidad. Quizá eso lo entiende la mayoría. ¿Qué es entonces lo que está generando estos niveles de molestia, de enojo colectivo? ¿Por qué se enciende la chispa con tanta facilidad? La explicación resulta especialmente sorprendente en una etapa del mundo en que nunca tantos han tenido más empleo, acceso a la salud y alimentación como ahora. Hay rezagos en esto, sin duda, pero nunca había sido capaz nuestra especie de atender las necesidades básicas de tantos seres humanos. Es decir, no estamos en la etapa más precaria e injusta de la historia. Sin embargo, es un hecho que el rechazo y el coraje social empiezan a extenderse como una epidemia mundial.

Los manifestantes suelen señalar como villanos favoritos a los billonarios, a la concentración del ingreso y la inequidad de los beneficios de la globalización. Pero más allá de esto, no puede soslayarse un creciente rechazo a la política y al ejercicio del poder. Hoy día está menos claro cuál sería el modelo que pudiera sustituir a la economía de mercado que la necesidad de forjar un nuevo contrato social.

Los sistemas políticos no evolucionan a la velocidad de sociedades cada vez más dinámicas. Quienes salen a las calles perciben que se quedarán estancados si no intentan cambiar las estructuras de poder. Así las cosas, en los próximos años veremos más violencia civil y una gran sacudida a los sistemas políticos que conocemos.

Director General Ejecutivo del Aspen Institute

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