La Constitución no es un documento con 136 artículos promulgada en Querétaro en 1917 y con más de setecientas reformas.

Es un sistema de normas organizado con base en ciertos principios que el Congreso Constituyente insertó como la clave de la organización política del pueblo. Así entendida, es un todo armónico como la caja de un reloj, cuyos engranajes, si están bien elaborados y sincronizados con precisión, nos permiten tener la hora exacta en el pulso del país.

Esos principios no son universales, varían de país a país. Son muy diferentes las constituciones de las democracias occidentales, de las de países como Rusia, China o Corea del Norte. En aquellas es la libertad, los derechos fundamentales y la democracia los principios cardinales. En estas son la autoridad del partido único y la figura del secretario general y/o presidente, sus claves básicas.

En nuestra historia constitucional esos códigos fundamentales han ido variando en las constituciones de 1824, 1857 y 1917. Pero a partir de los años 70 del siglo pasado, nuestra Constitución transitó de una carta estatista a otra democrática, mediante una serie de reformas en temas torales como democracia, economía, justicia, religión y globalización. Estas reformas configuraron un nuevo perfil constitucional diferente al de la carta queretana, que expongo en mi libro “Temas torales del derecho constitucional mexicano” (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2023). No obstante tantas reformas, los cambios se ensamblaron con el resto del cuerpo constitucional, a fin de integrar un conjunto armónico que respondiera al principio de la supremacía constitucional establecido en el artículo 133.

La semana pasada nos enteramos de dos lecturas y prácticas constitucionales del presidente AMLO que desentonan totalmente con el conjunto constitucional vigente: 1) La revelación de que intervino en el Poder Judicial por medio del Presidente de la SCJN para asegurar resoluciones judiciales en casos específicos (por más que Zaldívar ingenuamente pretenda convencernos —en entrevista con Ciro Gómez Leyva— que se trató de colaboración entre poderes y que el Presidente no domina el léxico jurídico); y 2) De la mano de esa intervención, que la supremacía jurídica no está en la Constitución sino en su autoridad moral y política que se encuentra por encima de la ley.

La primera no sólo es una afrenta a la autonomía e independencia judicial, requisito sine qua non para poder garantizar al justiciable sus derechos, como bien le replicó la ministra-presidenta Norma Piña días después. Si la sentencia no depende del criterio de un juez autónomo sino de una instrucción heterónoma, que viene de otro poder, entonces se viene abajo todo el edificio del garantismo constitucional que defiende a las y los ciudadanos.

Peor aún es la segunda. Si no es la Constitución la norma suprema, sino la autoridad del Presidente, entonces se desplaza el fundamento de validez de todo el sistema jurídico de nuestra Carta Magna, a la voluntad del Ejecutivo, y con ello ninguna norma (trátese de una reforma constitucional, un tratado, ley, contrato o sentencia) adquiere validez jurídica sino está soportada por aquél, ya que su validez depende de él y sólo de él.

El mundo como su voluntad y representación diría Schopenhauer, o bien Nietzsche en “La voluntad de poder“: “…se agita ya desde hace tiempo, con una tensión torturadora, bajo una angustia que aumenta…como si se encaminara a una catástrofe; intranquila, violenta atropellada, semejante a un torrente que quiere llegar cuanto antes a su fin, que ya no reflexiona, que teme reflexionar”.

Así se va desdibujando el deseado final terso y tranquilo, y en su lugar aparece el rostro de la fatalidad y amargura que ha acompañado al fin del sexenio en nuestro país de Díaz Ordaz al actual, y que con brillantez describió Víctor Alarcón en “Fin de sexenio: el tiempo se agota” (La silla rota) y concluyó con una frase lapidaria: “El tiempo entonces no solo se le agota al Presidente, sino también a nosotros”.

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