El presidente López Obrador gobierna de la misma forma que hizo campaña por tantos años; desde la confrontación. Durante su larga travesía como candidato, AMLO confrontó al Poder Ejecutivo a través de la construcción de una narrativa de la injusticia, una víctima que, impedido del poder político, representaba a todas las víctimas del poder en México. Esto era ciertamente justificable. El poder político hizo todo lo posible porque AMLO no llegara a la presidencia. AMLO supo canalizar este uso desmedido del poder en su contra y lo convirtió en una herramienta a su favor; a través de una narrativa simple pero provocadora se construyó a él mismo en un símbolo de todos los agravios e injusticias del poder político en México. ¿Y quién no ha sido víctima del abuso de poder en México?

López Obrador transformó su causa personal en una causa común. Al final, la euforia con la que los mexicanos votaron por AMLO en 2018 tuvo más que ver con la proyección de las frustraciones personales y sociales de los votantes que con un proyecto específico de país. AMLO entendió esto, tanto la fuerza de su propio símbolo del desempoderado como que la raíz de su éxito tenía que ver con una frustración acumulada.

La genialidad comunicacional de AMLO ha partido de su natural entendimiento de esos dos preceptos. El convertirse en Presidente de México suponía un reto importante para su narrativa: ¿Cómo conciliar su discurso del desposeído que lucha contra el poder, con su nuevo rol como máximo poder político del país? Sacrificar la narrativa hubiera significado el riesgo de sacrificar su legitimidad. Por lo tanto, la solución para AMLO fue sencilla: el Presidente decidió no adoptar la narrativa del poder, no transformarse en estadista y continuar, con gran malabarismo su postura de confrontación. Desde la cima del poder político, AMLO ha logrado una narrativa convincente de que él no es el poder, sino el portavoz de la lucha general contra el “verdadero poder”.

La confrontación constante contra instituciones y personajes públicos es instrumental para el Presidente porque mantiene válida esta imagen en el imaginario colectivo. De igual manera, el Presidente tiene una particular fijación con las acciones simbólicas porque estas le permiten al público proyectar sus propias frustraciones en ellas. Es más fácil proyectar la frustración personal en la cancelación de un aeropuerto que simboliza la corrupción y el privilegio que en una estrategia de seguridad nacional. Si AMLO se hubiera convertido en estadista le hubiera sido imposible mantener los niveles de popularidad que goza ahora. En cambio, mantener su narrativa de confrontación y construir causas simbólicas le permiten seguir navegando el mismo flujo de popularidad que lo llevó a la presidencia.

En ese sentido, la revocación de mandato es un instrumento perfecto para la estrategia comunicacional del Presidente. Por un lado mantiene viva la narrativa de que él “no es el poder” pues literalmente pone su permanencia en manos de “el pueblo”; por el otro le permite confrontar a las instituciones desde un rol de víctima que se traduce fácilmente en empatía de su público. Se trata de una estrategia ganar-ganar; si no se hace la revocación de mandato, el Presidente gana porque ha sido nuevamente víctima del "poder". Si se hace la revocación de mandato gana porque seguramente obtendrá un resultado que dotará de fuerza a su mandato. En el primer escenario triunfa su narrativa, en el segundo, triunfa su personaje.

La estrategia de AMLO es sumamente efectiva comunicacionalmente, pero a la larga no lo es tanto socialmente. Lo que le beneficia a AMLO no le beneficia a la larga al país ni a la mayoría de los mexicanos. Si bien la narrativa de AMLO ha permitido cuestionar la estructura del poder en México y sus instituciones, al permanecer todo en un plano superficial y unipersonal, este cuestionamiento no se ha transformado en ningún cambio social perduradero. Su estrategía comunicacional ha triunfado sobre su transformación política. AMLO ha preferido contar la historia que hacerla, y con ello su cuarta transformación se ha convertido en un ademán narrativo.

Al no convertirse en estadista, el Presidente ha mantenido su popularidad, pero ha perdido una oportunidad histórica de transformar al país. Su confrontación con instituciones y personajes públicos lo empoderan a él pero debilitan al Estado. Al final esa es una de las grandes diferencias entre Lázaro Cardenas y AMLO, el primero usó su llegada al poder para transformar al país y el segundo para mantener su popularidad. La narrativa de AMLO ha triunfado, pero lo ha hecho a costa del proyecto de transformación nacional.

Analista político

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