En 1989 Francis Fukuyama declaró el fin de la historia. Con la caída del muro de Berlín ya nada sucedería, las cosas simplemente ocurrirían como un fluir constante de la normalidad porque la caída del comunismo confirmaba el triunfo absoluto de un único sistema, el capitalismo globalizado. Durante algún tiempo muchos creyeron que Fukuyama había tenido razón. En el mundo, siguió habiendo crisis, guerra, hambruna, pero todo ello pasó a ser parte de una cotidianidad perteneciente a la misma narrativa occidental; una continuidad interminable de sistema y pensamiento: en lo económico el capitalismo, en lo político la democracia. 

El 11 de septiembre irrumpió en esa narrativa. El ataque no solamente impactó por su costo humano, sino porque incorporaba el mismo lenguaje visual e imperial del sistema dominante. Aquella tragedia fue un pre-aviso de que la imposición del sistema “global” había sido tan brutal que ahora causaba una respuesta. Como lo dijo el filósofo Jean Baudrillard “Cuando el poder mundial monopoliza a tal grado la situación, cuando enfrentamos esta concentración desmedida de las funciones de la maquinaria tecnocrática y del pensamiento único, ¿qué otra vía existe sino la de una transferencia terrorista de la situación? Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego”. 

El problema de fondo fue que occidente no entendió el aviso; que en lugar de recapacitar y recalibrar, respondió con una forma aún más recalcitrante de su evangelio. Sin duda el 11 de septiembre fue un agravio terrible, pero un agravio que revelaba una verdad inescapable: la violencia con la que occidente impone su sistema capitalista-democrático es insostenible. Si el 11 de septiembre fue ignorado, la crisis del 2008 lo fue aún más. Cuando el sistema cayó, no por el ataque de otros, sino por sus propios excesos, la respuesta del sistema fue salvar a los culpables y continuar exactamente igual. 

Fukuyama nunca tuvo razón. La caída del muro no significó el fin de la historia, pero sí un intento por construir una narrativa hegemónica y única. Como bien señala el filósofo Slavoj Zizek, resulta sorprendente que la industria cinematográfica y literaria del sistema se haya imaginado mil veces la destrucción del mundo (zombies, aliens, terremotos, inundaciones) pero que jamás se haya imaginado la destrucción del sistema capitalista y global: el mundo se puede acabar pero este sistema económico no. 

La mentira de Fukuyama es que mientras la narrativa oficial hablaba del fin de la historia, millones de personas en todo el mundo eran violentadas, agredidas y olvidadas por el nuevo sistema imperante.  Mientras los triunfadores construyeron una narrativa de un mundo global, empujado moralmente por una agenda de extrema corrección política, económicamente por recetas macroeconómicas y políticamente por una entidad abstracta llamada “democracia”, los perdedores eran despojados de su dignidad más básica. Las clases bajas expulsadas de sus países para tratar de escapar de guerras, violencia y economías destruidas, y la clase media de la periferia desarrollada cada vez más marginalizada, alienada del supuesto triunfo de la ciudad global. 

El 11 de septiembre los terroristas cambiaron las reglas, pero sobretodo supieron aprovechar las grandes herramientas del propio sistema; la cámara, el frenesí mediático y la comunicación global, y usarlas en su contra. El gran golpe no ocurrió en los números de las víctimas sino en la fuerza simbólica de la imagen. De una forma similar los desplazados del sistema se aprovecharon de uno de los mecanismos de su propagación para darles un fuerte golpe: los sistemas electorales. Ante la falta de alternativas reales, el electorado fue orillado a optar por el surgimiento de opciones cada vez más radicales. 

Así fueron elegidos Trump, Bolsonaro, Boris etc... Como la respuesta de las periferias y la otredad a la imposición del centro y su frenesí de no detenerse ante signos claros de malestar. El triunfo de estos discursos puede no ser “deseable” pero era necesario para romper con la simulación de la narrativa oficial. Como diría Baudrillard, “la globalización triunfante enfrentada a sí misma.” A las “buenas conciencias” puede no gustarnos, pero los sucesos políticos de tiempos recientes son perfectamente legítimos para las nuevas mayorías que no se identifican con el discurso “buena onda” de la globalización porque nunca los ha beneficiado. En ese sentido, la ola de extremismo de alguna forma es lógica y racional, se trata de un tercer aviso al sistema globalizante ¿volverá el sistema a ignorarlo?


Analista político

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