Hace unas semanas, frente a más de mil quinientas personas en el majestuoso David Geffen Hall de Nueva York, Bradley Cooper se puso de pie para celebrar la gran visión artística y humana de un documental que, más que retratar el mundo, lo transforma: El canto de las manos, dirigido por María Valverde. En el documental un coro de personas sordas del sistema fundado por José Antonio Abreu y dirigidas por Gustavo Dudamel, interpreta la única ópera compuesta por Beethoven, Fidelio.

En tiempos en los que los documentales suelen enorgullecerse de su crudeza o de su supuesto realismo, El canto de las manos se atreve a algo más difícil: cambiar la realidad que retrata y a través de ello, dar esperanza. El documental no observa la realidad desde lejos, congelándola en el lente como una postal de la miseria o la excepción, tampoco le hace zoom como para generar morbo o alarma, simplemente retrata un mundo para enseñar cómo es posible transformarlo. La cámara es una mano extendida. Lo que María Valverde consigue brindarnos es un puente de dos vías, un conjuro de comunión entre mundos que conviven y no se miran, mucho menos se escuchan.

El corazón del documental late en las historias de sus protagonistas, José, un venezolano sordo que no aprendió lenguaje de señas hasta la adultez. Toda su infancia y su juventud las vivió sin acceso a las palabras, sin comunicación, atrapado en un mundo sin lenguaje. Hasta que conoció el lenguaje de señas. Hasta que descubrió que sus manos podían cantar y que su cuerpo podía actuar. Ahora, gracias a este brillante proyecto, interpretará un personaje de Fidelio.

Lo que atestiguamos en el documental es la creación en su sentido más puro. Algo nuevo donde no había nada. Dudamel creando lo que parecía impensable. ¿Pero por qué nos era impensable? ¿Por qué a nadie se le había ocurrido la posibilidad de que la ópera podía ser interpretada por gente sorda? Al principio del documental Dudamel explica que Beethoven escribió la ópera cuando se estaba quedando sordo. De alguna forma lograr esta representación cierra ese círculo.

María Valverde dirige con una sensibilidad rara, esa que no busca imponer una mirada sino ofrecerla. Cada decisión que toma, cada encuadre, cada sonido, cada gesto, está guiado por una profunda convicción: la de dignificar a su sujeto. No hay compasión impostada, ni heroísmo barato, ni sentimentalismo de festival. Lo que hay es respeto. Y en ese respeto se manifiesta su inteligencia estética y moral.

Su cámara se detiene, escucha, acompaña. No hay voyerismo. Y lo que logra es conmover y transmitir al espectador una profunda empatía. Es cine que no traduce, sino que celebra la diferencia.

Lo que El canto de las manos logra es hablar de posibilidades. Donde antes era difícil comunicarse, ahora hay música; donde había aislamiento, ahora hay comunidad. Lo que vemos no es una historia de superación, sino una historia de creación: la creación de un nuevo lenguaje artístico.

Quién sabe qué documentales premiará este año la Academia de los Goya, tal vez alguno de denuncia política, o uno sobre alguna catástrofe ecológica o social. Pero pocos, muy pocos, logran lo que este consigue: trascender la pantalla para transformar el mundo que filman. El canto de las manos no se conforma con registrar la realidad; la modifica. Es cine que deja huella en quien lo ve, pero sobre todo en quienes participan en él.

María Valverde es una gran directora. Su obra es también una declaración sobre el poder del arte como acto de reparación. Hay heridas que no se curan con el ruido, sino con la escucha. Y escuchar, en este caso, es atender al otro.

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