Viajar en tiempos de Covid. Qué idea. El aeropuerto de Hong Kong está prácticamente vacío. El turismo internacional lleva meses cancelado. Nada de despedidas o bienvenidas sino sólo quien vuela y además presentando pasaporte y boleto de avión. Adentro, colas interminables para el check-in y, pasando migración, nada. Según lo que pude apreciar también han tomado esta oportunidad para remodelarlo por lo que la confusión entre los pasajeros es total, con vallas y caminos que no llevan a ningún lado mientras uno va con la prisa de llegar a la sala correspondiente. Ya en el avión, el personal de la aerolínea me recibe enmascarado, con ojos sonrientes, y amablemente me entrega una bolsa para depositar el tapabocas usado, y un sobrecito con gel desinfectante. Doce y media horas de vuelo hasta Londres -que viene lleno- primera parada. ¿Cuál sana distancia? Mi compañerito de asiento, un chavo regresando a la universidad, respetando las reglas y sin disfraz de cirujano como tantos otros vecinos de vuelo. Un americano, muy necio, nunca se cubrió la nariz, lo que es algo que no logro entender. Dos horas de escala y finalmente llegada a Valencia. La última vez que estuve aquí, en marzo, solo tuve tiempo para dar la vuelta en el turibús ya que al tercer día se ordenó el confinamiento por la pandemia y salí huyendo. Valencia, pegadito al mar en la costa este de España, es la tercera ciudad después de Madrid y Barcelona. Población entre 870,000 hasta dos y medio millones dependiendo donde se lea. Ciudad hermana del Veracruz de Agustín Lara y Guangzhou, en China. Hasta ahora lo más divertido ha sido aprender el idioma que no se parece mucho al mexicano ochentero que yo hablo, y perderme por Ciutat Vella, un barrio gentrificado que es como de postal: plazas escondidas y calles pequeñitas, angostas, adoquinadas, loza en las banquetas; los edificios de no más de 5 pisos casi parejitos y todos con balcón, como aquéllos con gente cantando que se hicieron virales. Área fresoide pero actualizada, muy 2020. Varias generaciones y estratos sociales en alegre convivencia, y todos, por ley, con tapabocas de colores y diseños alegres que se quitan a la primera oportunidad. Los hípsters de por aquí traen en su mayoría barba, y si tienen pelo se lo pintan de colores, van al gimnasio, tatuaje imprescindible. Ellas también tatuadas y bastante destapaditas – será el calor. Muchos niños en patines y patinetas y muchos perros que, como en Hong Kong, salen a pasear a todas horas del día y de la noche. Y se oye todo, como una gran vecindad. Aunque la gente es muy tranquila se habla a gritos y uno pensaría que se están peleando. Los vecinos de enfrente, una pareja madura quienes suenan a infelíz matrimonio de muchos años, se la pasa discutiendo; los de junto, otro par de cierta edad, ven la tele a todo volúmen, en ropa interior y con las ventanas abiertas, sin ningún respeto para con nosotros quienes tenemos que soportar el triste espectáculo. Otra cosa que no entiendo en lo absoluto, son los horarios. Entre la pandemia, las vacaciones y, por supuesto la siesta, la primera impresión es que aquí la gente no trabaja, o bien que son como animalillos de esos que nada mas aparecen a ciertas horas. El clima sensacional, más de 30 grados a la sombra y sin humedad. La vibra indiscutiblemente amable y cool, pero seca. Aquí nadie me va a desear que tenga bonito día, pero saludan y se despiden con gran entusiasmo. ¡Hasta luego!

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