2021 llegara en seis días. ¿Emocionada? La verdad no mucho, más bien confundida, en conflicto conmigo misma. Como el año pasado, el anterior y, muchos más, cambiaré la agenda por una nueva, me haré bolas al escribir cheques y, la vida seguirá igual, con más de lo mismo. Y no lo digo por el 2020 en particular. Hay quienes año con año esperanzados hacen propósitos como si el cambio de numero hiciera magia con nuestra voluntad, pero éstos rara vez llegan a los últimos días de enero: ir al gime, dejar de beber, fumar, el azúcar, bajarle al estrés, etcétera. La triste realidad es que en la mayoría de los casos el día primero amanece uno crudo y el dos hay que ir a trabajar.

El hecho de que la pandemia haya dominado las noticias quedará para siempre en los anales del siglo XXI, el caos que provocó a nivel global, las tristezas personales, la incertidumbre. Para bien o para mal la distancia se volvió irrelevante, los viajes imposibles, las visitas dispensables. Zoom, Whatsapp y Skype dominaron la comunicación de cara a cara y, la tecnología tomó las riendas en la escuela, la oficina, entre amigos. Soledad compartida, dicen. Y también hubo muchas historias positivas, estudios terminados, lenguas aprendidas, amistades reencontradas, metas alcanzadas. Logros personales y universales. La vacuna anti-Covid, por ejemplo, lograda en tiempo récord y ya en distribución alrededor del mundo… 2020 me enseñó a ser humilde, a no dar nada por un hecho, a pensar en los demás, a sentir empatía; también puso a prueba mi sentido común. También este año aprendí a no creer todo lo que leo, oigo o, me cuentan amigos y conocidos. Teorías totalmente absurdas y fuera de toda lógica de los labios de personas que hasta hace poco consideraba inteligentes y me he quedado callada, asombrada, de vez en cuando con material para pensar. Creo que si todos fuéramos un poco más tolerantes y respetuosos del prójimo la vida sería muy distinta. Por lo pronto y hasta nuevo aviso habrá que llevar la cosa tranquila. Mi paciencia, me di cuenta, no se ha agotado a pesar de las desilusiones, conflictos, corajes y sorpresas.

He de confesar que a mí 2020 me trató muy bien y no encuentro la manera de expresar mi infinito agradecimiento a la vida, lo que a veces me hace sentir pequeñita y algo culpable. Aunque no aprendí nuevas gracias ni me convertí en maratonista, me siento culpable de estar sana y medianamente cuerda, de que mi familia sigue completa, de no haber perdido mis ingresos. Un mar de sentimientos encontrados al final de un año largo y tedioso donde al mismo tiempo paso tanto, tan rápido. Este es el año en que deje los rascacielos y concreto de Hong Kong por una vida más tranquila entre el adoquín y aires provinciales de Valencia. A tres meses de mi llegada, puedo afirmar que la ciudad me ha recibido con los brazos abiertos. Todo es nuevo, a veces familiar, otras totalmente ajeno, pero siempre bienvenido. Eso de pasar un rato sentado en la terraza de un bar con algo de beber o comer, viendo y siendo visto, todo un estilo de vida que cada día disfruto más. Ayer, día 25, me despertaron las campanas de la iglesia llamando a misa, comí pavo con mis seres queridos y ni siquiera tuve que cocinar. No hubo árbol, lo cual extrañé, pero si muchas cadenas de papel de china rojo y verde y, lucecitas de las que se prenden y apagan. El cielo, como casi todos los días, de un azul intenso. ¿Qué más puedo pedir?

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