1972. Veinticinco millones, entre hombres y mujeres, tenían el corazón roto. Habían perdido a alguien y no sabían cómo salir de su embotamiento. ¿Cuál es la onda? Preguntaba José Agustín. Entonces llegó Vicente Fernández, una voz brava que no habíamos escuchado, con la canción de Fernando Z. Maldonado, “Volver, volver”. Un trancazo. Una pieza que unió a veinticinco millones y los que faltaban. Se tocaba en todo el país. En las cantinas favoritas de José Revueltas y de Filiberto García, en El Tenampa y El Quijote. Recuerdo que entramos el Cholo, el Chino, el Monkie y yo a un lugar sagrado. Un bato decía poemas de Jaime Sabines, versos de algodón perfumado que nos acariciaban. Cuando terminó fue a saludar al poeta que bebía junto a otro poeta famoso, un señor que Jaime Labastida recuerda cada vez que va al baño.

Como no hubo más poemas, el Chino fue a la rockola y puso a Vicente Fernández. No no no no. En cuanto se escuchó el órgano en todas las mesas pidieron, pedimos, las otras. En el segundo verso todo mundo estaba cabizbajo, en un silencio que hablaba tres idiomas mientras los meseros volvían a llenar los caballitos o reponían las cervezas. A media canción empezamos a cantar, y la voz se unió a otras que salían del desierto, de la selva, de ciudades y pueblos del país. Vicente Fernández era la voz que necesitábamos después de la partida de Javier Solís en 1966. Una voz que uniera a los amantes de la música ranchera. Un día llegué a El Continente, el ejido donde crecí, justo cuando mis primos escuchaban y cantaban “Volver volver” bajo un naranjo cargado de frutas. Me les uní. Les conté que en el DF se cantaba en todas las cantinas. Les dio gusto, uno de ellos vino a visitarme y recorrimos más de 20 lugares donde se oía, o era posible oír al Charro de Huentitán.

Vicente Fernández es un gran hombre, me dijo Ferrusquilla, mientras comíamos en Culiacán, Sinaloa, una tierra donde la belleza se define de 36 maneras. Es un gran cantante, pero. Nada de peros, y me contó. Un día en mi casa sonó el teléfono. Bueno. Escuche esto, dijo una voz ranchera con mucha autoridad. Se oyó una parte sinfónica de mi canción “La ley del Monte”, después el mariachi y luego la voz. Todo duró un minuto y medio y cortó. ¿Qué le parece? Caray Vicente, me has dejado sin palabras, gracias. Gracias a usted, mañana lo visitará mi agente para arreglar lo que haga falta. Colgó. Me quedé quieto, esa canción que no había tenido éxito sonaba tremenda en la voz de Vicente Fernández, y era la música de una película; un gran hombre, Élmer, como pocos. Luego cantamos, “Por el día en que llegaste a mi vida, paloma querida… Y volver, volver, volver…”

Recuerdo que la gente lo esperaba en el palenque de la feria ganadera. Aparecía con el micrófono en una mano y una botella de tequila en la otra. “Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que me les muera…” y era brindis tras brindis y su voz abrigaba el corazón de Culiacán que no pocas veces estaba herido. No faltaba el desconfiado que cuestionaba la botella, y Vicente le servía un trago y el bato gritaba que era real, y que Vicente era hombre, no pedazo. El día que Vicente se fue, llamé a mi primo con el que hice el recorrido en el DF. Me respondió: “Ya valimos madre, primo, y se soltó a llorar como se llora a un ídolo. Cuando se calmó cantamos con voz suave. ‘En el tren de la ausencia me voy, mi boleto no tiene regreso…’” A pesar de eso, Vicente seguirá con nosotros. Feliz Navidad.

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