Noche cerrada. La oscuridad te conocía y te permitía recorrer el barrio. Col Pop y ya. Los vecinos escucharon disparos. Aunque eran amigos jamás consintió en responder tus preguntas. Porque no preguntabas cualquier cosa, amigo. Dos dijeron que también oyeron amenazas y quejidos, como de dolor. Querías saber, por ejemplo, por qué nuestra ciudad era tan violenta, por qué México se había vuelto tan peligroso. Una señora creyó oír una troca que partía quemando llanta. Ella guardaba silencio, lo más que hacía era pensar que mientras usted duerme, su posible asesino se toma una cerveza o llama por teléfono prometiendo que ayudará a guardar el orden. Los vecinos no vieron nada, no escucharon nada y no creen que una desgracia haya iniciado en su calle, y menos con un hombre tan formal como Luis Enrique. Un agradable solitario que no hacía daño a nadie.

Conocí a Luis Enrique cuando era niño. Era un soñador que se convirtió en un joven curioso y luego en un periodista que pronto estuvo en el filo de la navaja. Había leído El Principito y no estaba de acuerdo con aquello de que, “cuando el misterio es muy impresionante no es posible desobedecer”. No le gustaba pertenecer a grupos y vean lo que son las cosas, ahora es parte de los periodistas mexicanos asesinados. El número nueve en cuatro meses y cinco días de 2022. Qué gacho. De joven hacía preguntas muy raras. ¿Por qué tengo que leer a Fernando del Paso, solo porque es tu maestro? Nada de eso, quizá debes leerlo porque es una literatura. Quién es mejor poeta, ¿Octavio Paz o Pablo Neruda? César Vallejo. No entiendo. Yo tampoco. Quizá fueron respuestas como estas las que lo llevaron a la ciudad más poblada del mundo. Allí trabajó en medios importantes y, sobre todo, conoció a íconos de nuestra cultura contemporánea como Elena Poniatowska, Elena Garro y Carlos Monsiváis. Vean la variedad de universos con los que se relacionó y seguramente se educó. Una Elena le regaló libros; la otra, una docena de barcos capitaneados por gatos; y don Carlos, unos bellos mininos entrenados para ronronear en siete idiomas. Luis Enrique tenía amor a las mascotas, vivía rodeado de perros y gatos. Sus sobrinas, si veían un perro en problemas, se lo llevaban y él lo curaba y alimentaba.

Esos perros no estaban en la calle donde lo levantaron para que luego apareciera como jamás debió haber aparecido. Quizá hubieran aullado o atacado a dentelladas a los asesinos. Con los gatos no contamos. Esa noche estaban ocupados en actividades menos violentas. Luis Enrique era un emprendedor al que le gustaban las camisas blancas. No bailaba, no hacía deportes ni bebía. Me contó que deseaba vivir en paz, ejercer su profesión sin sentirse perseguido; sin embargo, sabía que una fuerza oscura lo buscaba. Quizá la detectó 10 años antes y no lo ocultó. ¿Qué impulsó a los asesinos a eliminarlo? Yo no lo sé de cierto, pero lo supongo, como escribió un poeta que a él le gustaba. Tal vez el notable grado de impunidad que impera en nuestro país. Quizá que vivimos una situación en que se denigra a los periodistas un día sí y otro también. Quizá porque si los encuentran recibirán abrazos cariñosos, ¿cómo le va?, ¿cómo está usted?, ¿gusta sentarse?, ¿apetece algo? Luis, dice la Eli que espera que no extrañes el chocolate amargo; y Juan Carlos, que no te preocupes, que él continuará presumiendo que la Río Aguanaval es la única calle de la ciudad donde vivieron dos escritores importantes. Descansa en paz, amigo.

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