El 15 de febrero estuvimos en el CECUT Carmen Gaytán, Vicente Alfonso, Daniel Salinas Basave, Jaime Chaidez y yo. Te vimos pasar, vestías una chamarra de piel, de aviador, una gorra oscura y sonreías. La chamarra no portaba calavera en la espalda como las de los saicos de tu colonia ni tú tenías sueños negros, porque tus sueños eran del color de la arena. ¿De qué color es la arena? Te pregunté un día que bebíamos café cerca de tu casa. Recuerdo que nos rodeó el Gran desierto de altar, el de Sonora, el de la Baja, y las arenas eran de leche, de pan de trigo y de tortillas de harina. Te daba gusto conversar. Lo más aleccionador es que jamás el tema eras tú. El mundo está lleno de cosas y de eso te gustaba platicar, desde las motos italianas hasta los porquerizos escoceses bebedores de scotch y tardes frías. Por cierto, sigo en EL UNIVERSAL, José Emilio Pacheco me comprometió, expresó que pocos escribían de literatura mexicana y que era muy necesario hacerlo. Que no dejara esa tarea. Gulp. Tú me dijiste lo mismo, aunque agregaste que si era necesario señalar las equivocaciones de los gobiernos, debía atreverme a estar en ese ajo. Que era una misión importante del periodismo.

Oye Fede, es neta, aquí hay raza que te quiere, bato; aparte de que nos llega tu obra, desde La clave morse, la novela morrita, como la llamabas, hasta Máscara negra, y los oscuros matices que lograste. Nos reunimos en el Cecut, te decía. Fuimos a Telégrafos, enviamos un telegrama a la profesora Quiroz y saludamos al señor Campbell, que nos atendió muy serio, como si hubiera amanecido en estado inconveniente, ¿qué es eso? Porque yo aún no entiendo esas expresiones que usan los que viven en Lomas. No en Lomas Taurinas, por supuesto. El caso es que nos reunimos para decir cosas de ti. Carmen estuvo reveladora; nos hizo entrar en su memoria como cuando entrábamos en tu casa y subíamos a tu biblioteca. Nos contó. Yo te veía salir de algunas de tus fotos para ir a tomar café. Nos confió lo divertido que era ir al súper contigo y lo que recordabas mientras escogías higos, pitayas, dátiles y tomates de San Quintín. Daniel, emocionado, comentó lo jabonosa que es tu obra y el placer intenso que significa para él la relectura de tus libros, y ya imaginarás, tenía ejemplares al lado del café que estábamos bebiendo en tu honor. Conoces bien a Jaime, tiene esa manera de confirmar su cercanía y su respeto por ciertos escritores, ¿cómo? Colecciona libros firmados, y allí mostró uno que le firmaste el día que los Potros de Tijuana casi quedan a campeones y por poco Los Solitarios le componen una rolita que debía cantar Rosina Conde. Bien machín. Y yo te veía con una camisa blanca, impecable, y un pantalón caki y te convencía de que luego de leer Tijuanenses todos vivíamos en Otay.

Como bien sabes, Vicente Alfonso nació para ser tan prudente como creativo. Sabe mirar el interior de las personas. Manifestó que el único que dudaba de la calidad de tu obra, ¡eras tú! Órale. Y claro, en ese momento todos recordamos algunas de tus expresiones cuando mencionábamos la solidez de tu propuesta narrativa, el hermetismo arenoso de Todo lo de las focas, por ejemplo, o las lecciones de Post Scriptum Triste y, ¿por qué tengo Padre y memoria en mi escritorio, si apareció en 2009 y en 2014? Vicente dijo muchas cosas importantes como prueba de que eres más grande de lo que jamás pensaste. Después nos fuimos a cenar ensalada César, en tu lugar favorito.

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