Por Rolando Fuentes
Cuando Netflix anunció su intención de adquirir los estudios de Warner Bros. y el catálogo de HBO Max por más de 82 mil millones de dólares, el mercado reaccionó con el entusiasmo habitual que despiertan las megafusiones. Lo que a simple vista parece un choque impulsivo entre gigantes mediáticos suele responder a una lógica económica precisa. En este caso, la aparente guerra de chequeras entre Netflix y la oferta hostil de Paramount apunta a algo más profundo: la peculiar naturaleza de la “fábrica” de Netflix.
La teoría económica sostiene que una empresa maximiza sus beneficios cuando el precio de su producto se iguala al costo marginal de producir una unidad adicional. En el mundo digital, ese costo marginal es prácticamente cero: agregar un suscriptor más a la plataforma casi no cuesta nada. Si se aplicara esta teoría de forma rígida, el precio de una suscripción debería tender a cero. Pero no es así. Y la razón es crucial: Netflix no vende películas, series o documentales. Netflix vende membresías, y producir una membresía requiere generar contenido capaz de atraer y sostener a quien paga por ella. Esa producción es indirecta: la empresa invierte en capital y talento para crear historias que, solo si resultan lo suficientemente atractivas, se convierten en su output económico: la suscripción pagada.
Durante más de una década, Netflix siguió una función de producción agresiva: invertir miles de millones en contenido original –de Stranger Things a The Irishman— para atraer a nuevos suscriptores. Esa estrategia funcionó mientras quedaban grandes segmentos de usuarios por conquistar. Pero hoy la restricción es otra. Convencer al remanente que aún no se ha sumado a la plataforma es cada vez más costoso, ya que tienen preferencias consolidadas, hábitos distintos de consumo o una alta sensibilidad al precio. Ningún estreno, por espectacular que sea, resuelve esa barrera. Fenómenos como El Juego del Calamar ilustran el nuevo entorno. La serie conquistó al mundo y dominó la conversación cultural, pero no generó la ola de nuevas suscripciones que muchos anticipaban.
Cuando el crecimiento por adquisición se estanca, el imperativo económico deja de ser atraer nuevos clientes y pasa a retener a los existentes. La función de producción de Netflix se desplaza del crecimiento por descubrimiento hacia la estabilidad por catálogo. Y ahí encaja la adquisición de Warner Bros. Discovery. El atractivo no es sólo poseer franquicias icónicas como Harry Potter, DC Comics o el catálogo histórico de HBO. Lo que Netflix está comprando es eficiencia productiva. En lugar de depender exclusivamente de producciones originales –costosas y con resultados inciertos—, incorpora activos ya probados que estabilizan su base de suscriptores. Un catálogo profundo reduce la volatilidad mensual, suaviza los periodos sin grandes estrenos y modera la tasa de cancelación.
Paramount aparece en esta historia solo como contraste. Mientras busca absorber todo el conglomerado, incluidos los canales de cable como CNN, Netflix realiza un movimiento selectivo: solo quiere los estudios y el streaming. No quiere cargar con viejos modelos de negocio que no encajan con la lógica digital.
La pelea por Warner Bros. no es, por lo tanto, una extravagancia corporativa. Es una respuesta racional a las leyes de la microeconomía aplicada. El éxito ya no depende del número de estrenos, sino de la capacidad de sostener la decisión del usuario de permanecer dentro del ecosistema. En la guerra del streaming, no gana quien lanza el próximo gran éxito, sino quien reduce la probabilidad de que un suscriptor decida irse.
Profesor del Departamento de Finanzas y Economía de Negocios de EGADE Business School

