La semana pasada vivimos una experiencia inusitada. Lo que inició como un día de reyes tan normal como se puede en medio del confinamiento obligado por la pandemia mundial, para la tarde-noche se había transformado en un día inesperado, histórico y preocupante.


Las palabras de un presidente importan. No importa que tan bueno o malo sea ese presidente.
Joseph Robinette Biden Jr
Presidente electo de Estados Unidos, 6 de enero de 2021

Una muchedumbre -turba, más bien- de partidarios trumpistas tomaron por asalto el Capitolio de la ciudad de Washington, sede del poder legislativo de los Estados Unidos. Su objetivo era impedir la certificación de los resultados electorales por estado, acto que confirmaría el triunfo de Joe Biden de una vez por todas, callando así todo argumento del anaranjado presidente en funciones y su falaz narrativa de una elección fraudulenta.

Queda mucho por investigar, analizar y resolver para que el sistema electoral de nuestro vecino del norte recupere la confianza de sus ciudadanos, así como para poder entender la extensión del daño que ha sufrido el sistema político en aquel país.

Tras una suspensión de sus redes sociales, previa a su prohibición permanente en twiter, el todavía presidente Trump reinició actividades en su cuenta tuiteando un mensaje donde daba un aparente giro de 180 grados. Habló de un ataque infame contra la capital, de que los responsables pagarían por sus faltas y concede indirectamente el triunfo a Biden. La imagen en negativo de todo lo que el 45º presidente de Estados Unidos ha representado durante los últimos 4 años, buscando eliminar o minimizar toda culpa que se le pueda fincar por los hechos del 6 de enero.

Por supuesto que para la tarde ya había vuelto a ser el que siempre fue y se ganó la “censura” de la plataforma de los 280 caracteres que lo desterró permanentemente.

Sin embargo, más allá de la velocidad con la que se están dando y darán los eventos en estos días, el asalto al Capitolio deja algunos temas y cuestiones que ameritan nuestra revisión por los ecos y paralelismos que se extienden hasta nuestro país. Estos son algunos de ellos:

El liderazgo influye, para bien y para mal.

Así como buen un líder puede inspirar a sus compañeros, a sus coequiperos o a su nación, un líder negativo puede destruirlos o, al menos, dañarlos severamente. El estilo de gobernar, los objetivos que se buscan, las políticas que se emprenden y la actitud que se toma ante las situaciones del día a día, así como las emergencias, la personalidad, su respeto ante las normas y su capacidad de ser institucional. Todo esto y muchos aspectos conforman a un líder. Negar que el asalto al Congreso es un hecho que posiblemente no habría ocurrido sin las instigaciones que Donald Trump realizó es peligrosamente ingenuo. Y pensar que un liderazgo no puede polarizar una sociedad, sea en México, Estados Unidos o cualquier otro lugar, también

Las palabras no se las lleva el viento.

El mejor gobierno de la historia, el más grande presidente del país sufre ataques injustificados por parte de los privilegiados a los que afecta y la necesidad de mantener el triunfo ante un fraude (ficticio) que busca sacarlo del poder han sido palabras y frases constantes en la narrativa del presidente americano. Estas palabras pesan y fueron usadas a la ligera, irresponsablemente, pero influyeron e influyen en millones de personas que desean creer que tiene la razón a costa de lo que sea. Sus tuits, discursos y declaraciones generaron en Estados Unidos, país donde las instituciones y el estado de derecho es mucho más robusto que México, que miles de ciudadanos buscaran solucionar su enojo electoral por medio de la violencia, al punto de que se habló de un posible autogolpe de estado. ¿Se imaginan lo que las palabras de un presidente pueden hacer en nuestro país, en medio de la peor crisis de seguridad de la historia, de la pandemia y en año electoral?

Los liderazgos carismáticos y populistas no son la solución.

Cuando Trump fue votado para ocupar la presidencia de su país atestiguamos un caso más de liderazgo carismático que, alrededor del mundo, estaban al alza. Se unía así a un club deslucido en el que se encontraban o encontrarían Rusia, Venezuela, Argentina, Nicaragua, Bolivia, Inglaterra y que recibió con los brazos abiertos a México en el 2018. Este club se caracteriza en que los líderes carismáticos que asumen el poder buscan imperar a toda costa, incluso si eso significa romper las leyes o a enfrentarse a las instituciones que los regulan o son sus contrapesos. El episodio del seis de enero en el congreso de Estados Unidos era impensable hasta que Trump decidió no ceñirse a las reglas y tratar de perpetuarse en el poder y solo la resiliencia y fortaleza de la convicción democrática (incluso de sus propios compañeros de partido) impidió algo mayor. La duda es, ¿existen esos contrapesos en México o la capacidad de recuperarnos de una situación semejante y una convicción democrática semejante?

Las instituciones pesan y deben conservarse y fortalecerse.

Aunque construido de forma bastante laxa y poco incluyente, comparada con países como el nuestro, el enramado institucional y legal que sostiene el proceso electoral de nuestro vecino del norte había permitido que las transiciones entre diferentes administraciones se hubieran dado de forma regular y generalmente pacífica. Muchas veces por la conciencia cívica y respeto al estado de derecho de los protagonistas políticos de cada etapa. Pese al ataque al que fue sometido por su 45º presidente, el sistema estadounidense mostró suficiente resiliencia y fuerza para no romperse en ese punto. Trump no tuvo la previsión, el coraje o la visión para desmantelar el entramado institucional, además de encontrarse con un sector importante de la población que se sintió agraviada ante muchas de sus acciones y dichos, con los que los 70 millones de votos que consiguió no bastaron para prevalecer. Una de las razones es que cada una de las personas a cargo del proceso institucional de certificación de la elección presidencial cumplió su papel y no cedió ante las presiones. El Vicepresidente no se dejó arrastrar, los gobernadores y secretarios de estado de cada entidad federativa preservaron la verdad a pesar de las amenazas, los jueces revisaron la legalidad y desecharon los alegatos falsos de fraude de Donald y su equipo. Un buen ejemplo de que la voluntad de un caudillo carismático puede ser detenido, si cada uno es consciente de su papel y de las consecuencias que tiene sus acciones.

No hay democracia perfecta, la utopía solo es un ideal.

¿La democracia estadounidense, o cualquier otra, es perfecta? Claro que no. El punto no es si somos una nación idealmente democrática, sino que tanto nos esforzamos por mejorarla y qué tanto respetamos las reglas que nos norman. La democracia es un tipo de sistema político que trata de dar voz y poder a sus ciudadanos y que debe regularse para funcionar. Cualquier líder que sostenga sin pruebas reales, más que el disenso esencial de sus contrincantes que es parte de la democracia, que las reglas solo son injustas con él y los suyos y que representa la verdadera voluntad del pueblo, al punto de poder dictarla, es un candidato al autoritarismo. No olvidemos que, al menos desde 1968, en México se ha luchado pro democratizar nuestra vida política y lo fácil que puede ser destruirla. ¿Tenemos una democracia perfecta? Por supuesto que no, pero desmantelarla no la mejora, eso es seguro.

Nos toca a nosotros decidir.

Al final, la voluntad expresada en las votaciones de noviembre en Estados Unidos se convertirá en la presidencia de Joe Biden. Así lo decidió el electorado de los Estados Unidos. En México tendremos en menos de seis meses elecciones y será nuestro turno de votar por más de 20 mil cargos en todo el país y decidir, en muchos sentidos, el futuro del país para la próxima década al menos. No debemos dejar que nadie, ningún candidato, líder de ningún bando o gobierno nos escamoteé nuestra decisión. El 6 de enero debe ser una advertencia. Hay que poner nuestras barbas a remojar.

@HigueraB
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