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Décadas tuvieron que pasar para que en México se alzaran las voces de denuncia contra sacerdotes pederastas y que sus señalamientos hicieran eco hasta el propio Vaticano. Fue en 1997 que un grupo de víctimas llevaron hasta la Santa Sede una acusación colectiva por abuso sexual contra uno de los miembros más reconocidos de la Iglesia Católica mexicana. Se trataba del padre Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, por quien el papa Juan Pablo II profería gran admiración y simpatía, y que en cierto modo recibió protección del pontífice pues se tenía conocimiento de sus actividades pedófilas desde la década de los cincuenta.
Pero la acusación contra el padre Maciel sólo era la punta de un inmenso iceberg conformado por miles de casos de otros sacerdotes y miembros del clero envueltos en escándalos de pederastia. Fue, sin embargo la creciente fuerza que tomaron las denuncias contra religiosos no sólo en México sino en todo el mundo, que llevaron a las víctimas a revelar sus casos, muchos de ellos ocultos por años de vergüenza o por el descrédito al que eran rápidamente sometidos aquellos que se atrevían a hacer un señalamiento tardío, desalentándoseles al asegurar que el paso del tiempo —muchas de las víctimas eran menores de edad cuando se registraron los hechos— había hecho prescribir todo rastro de delito, mientras que para otros se llegó a comprar su silencio pues podía poner en riesgo una carrera sacerdotal o hasta la credibilidad y prestigio de la institución católica misma.
Contra la pederastia al interior de la Iglesia hace falta tanto una mayor participación de la sociedad en la denuncia de estos casos, como el compromiso de las autoridades, que tarde pero comenzaron a tomar cartas en el asunto con miras hacia la anulación de la prescripción del delito cuando de pederastia se trate. En este sentido hay tres actores de los que se espera una mayor participación: 1) el gobierno, que tiene que perseguir de manera más activa estos casos y acabar con la protección y el encubrimiento de décadas hacia los perpetradores; 2) la propia Iglesia Católica, pues a pesar del interés del propio papa Francisco en que se atiendan y resuelvan las denuncias dirigidas contra sacerdotes y otros miembros del clero acusados como pederastas, sigue sin proporcionarse la prontitud requerida; y 3) la parte de la sociedad que otorgó y puso su confianza en la Iglesia y delegó a ciegas el cuidado de sus hijos en los representantes eclesiásticos. Y no es que el ser sacerdote sea necesariamente sinónimo de perversión, pero deben ser los padres los que tomen a profundidad la responsabilidad de educar a sus hijos y estar vigilantes a lo que ocurre en su entorno.