Apenas 48 horas después de la muerte de la salvadoreña Victoria Esperanza Salazar Arriaza, producto del exceso de fuerza, impericia y nulo respeto a los derechos humanos por parte de policías de Tulum, Quintana Roo, un joven guatemalteco fue atacado y muerto en una localidad de Chiapas cuando un soldado mexicano le disparó en una “reacción errónea”.

Son dos casos de exceso de fuerza que se suman a los riesgos que durante años han padecido los centroamericanos que se internan en nuestro país con el objetivo de llegar a la frontera norte.

En ocasiones es el peligro de sufrir un accidente al intentar abordar clandestinamente La Bestia, el tren que desde el sureste los lleva al centro del país.

En otras situaciones es el crimen (común u organizado) que roba, extorsiona o mata a quienes llegan al país en busca de tener acceso a una mejor calidad de vida.

En otros momentos es la autoridad la que construye muros conformados por elementos de seguridad para bloquearles el paso, que lo único que logran es el ingreso de migrantes por zonas inhóspitas, o que los encierra en centros de detención migratorios hacinados, mal alimentados y peor atendidos, o que levanta muros burocráticos que alargan por semanas la entrega de permisos temporales de internamiento a quienes cumplen con el trámite.

La adversidad que enfrentan los migrantes centroamericanos alcanzó un punto en el que cinco organismos internacionales, tras la muerte de Victoria, alzaron su voz para que el país capacite a los elementos de seguridad de distintos órdenes de gobierno en materia de uso de la fuerza y de respeto a derechos humanos, así como a adoptar protocolos con perspectiva de género; también señalaron que es un reflejo de las carencias en México para proteger a los migrantes.

A todo esto se suma el señalamiento desde Estados Unidos de la impunidad prácticamente generalizada en México, que representa un freno al respeto a los derechos humanos. En un informe se destaca la inacción contra el tráfico humano, controlado por el crimen organizado.

Controlar la migración y ofrecer alternativas reales a quienes huyen de la pobreza y la violencia debe ir más allá de ofertas políticas de puertas abiertas (AMLO, en 2018) o de promesas de regularización (Biden, 2020). La complejidad del fenómeno y la debilidad institucional para atenderlo es la situación real. Lo que se requiere, como mínimo, es respetar sus derechos humanos, lo cual —hasta ahora— parece mucho pedir.

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