En medio de la fase más grave de la pandemia de Covid, el Poder Ejecutivo concretó el punto pendiente del decreto emitido el 26 de marzo de 2019: la militarización de la seguridad pública. Desde hoy las Fuerzas Armadas (Ejército y Marina) se unen a la Guardia Nacional para realizar tareas de seguridad “de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”.

La participación militar en temas de seguridad desafortunadamente no es nuevo en el país. Desde diciembre de 2006, al inicio del sexenio de Felipe Calderón, comenzó la incursión de elementos militares en acciones anticrimen, en especial contra la delincuencia organizada. En la siguiente administración, la de Enrique Peña Nieto, el esquema se copió de manera fiel; incluso a finales de su periodo se planteó –y se aprobó– una iniciativa de Ley de Seguridad Interior que avalaba la presencia militar en tareas de seguridad. Debido a que fue impugnada, nunca entró en vigor. En noviembre de 2018 la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó la inconstitucionalidad e invalidez de la normatividad, por lo que fue abrogada.

El argumento central de quienes plantean otorgar un marco legal a la militarización de la seguridad es que el Ejército lleva más de una década inmiscuido en esas acciones.

En distintas encuestas, el Ejército mexicano aparece siempre como una de las instituciones de mayor confianza entre la población, pero eso no ha evitado que enfrente señalamientos de abusos o de violación a derechos humanos por desempeñar un papel que no le corresponde.

En sociedades democráticas debe existir un equilibrio cívico-militar. Asignar a las Fuerzas Armadas tareas que no le competen daña esa equidad.

Lo que empezará a ocurrir a partir de hoy lleva implícita la sensación de fracaso en materia de seguridad. En primer lugar, México no pudo desarrollar fuerzas civiles capaces de enfrentar la inseguridad, incluida la Guardia Nacional que, por los datos oficiales, no ha logrado contener la inseguridad.

Con el acuerdo presidencial se sepulta en definitiva la oportunidad de regresar al país a un estado constitucional. Se trata de las mismas viejas ideas para el mismo viejo problema.

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