He aquí el principio de Adén-Arabia , la novela de Paul Nizan: “Yo tenía entonces veinte años. No permitiré que nadie diga que es la época más bella de la vida.” Cómo no recordar ahora esas palabras: hace unos días recuperé —regalo espléndido— otro libro suyo, Los materialistas de la antigüedad, sobre los filósofos presocráticos.

Ediciones Era publicó hace ya muchos años, en la colección Claves, un libro de Nizan: Por una nueva cultura. Lo que me interesa recoger es el principio de esa novela suya leída con tanto fervor: la idea de los veinte años vistos sin el menor sentimentalismo , una edad recordada con los dientes apretados y los ojos entrecerrados. Así estaba yo cuando cumplí los veinte años y no permitiré que nadie diga que fueron aquellos los años más bellos de nuestras vidas ni mucho menos de nuestro país. Era el año 1970 y comenzaba el sexenio de Luis Echeverría .

Yo tenía en la memoria aun antes, recogida en mi infancia, una imagen casi idéntica de ese individuo. Su hermano, el actor Rodolfo Landa, fue buen amigo de mi padre. Sé que hubo entre los dos un real y sincero afecto.

El parecido del actor con su hermano político era asombroso, con aires gemelares. Pero eran muy diferentes. Nunca vi a Luis Echeverría más que de muy, muy lejos; a Rodolfo Landa sí lo vi varias veces: era un hombre afable y sonriente, simpático. Nunca imaginé que su hermano político iba a marcar esos años míos: de los 20 a los 26 de mi edad. Ya había dejado, desde luego, su huella siniestra, sangrante, en 1968, cuando desde el Palacio de Covián ordenaba y disponía los actos represivos de la violencia gubernamental.

Cuánto me gustaría tener los dones de Juan Goytisolo para escribir sobre este personaje. El gran Goytisolo escribió páginas imborrables a raíz de la muerte de Francisco Franco; mucho menos trataré de evocar el violentísimo poema de Neruda contra Franco, aún vivo.

Las diferencias entre el dictador español y el político mexicano saltan a la vista, pero los sentimientos ante ellos son, en los dos casos, muy fuertes, intensos, arrancados de la profundidad psicológica que la experiencia ha moldeado.

Ahora, el México de 1970-1976 resulta difícil de imaginar, pero es el principio de todo esto. A los veinteañeros de entonces nos tocaron los años del desarrollo estable, un dólar de 12.50 y una relativa paz social, todo eso fruto del régimen priísta. Echeverría fue el artífice atroz de la madre de todas las crisis, después de fraguar en su guarida de Bucareli la represión a nuestro movimiento en 1968.

El hieratismo del rostro de Echeverría era una máscara perfecta de una voluntad de poder que no se detenía ante nada. “Quémenlos”, le oyó decir Heberto Castillo cuando, convocado por él, lo visitó en su oficina de Palacio: hablaba de los cadáveres del 10 de junio de 1971. No sabemos qué palabras pronunció en los palacios del poder en 1968; pero podemos suponerlas sin dificultad.

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