Hace cinco años, en diciembre de 2014, murió en el Hospital Español de la Ciudad de México el poeta Gerardo Deniz. Parece una noticia triste y de formulación sencilla, nada problemática: todos los datos disponibles indican que Deniz era poeta. Para mí era principalmente eso, un poeta, pero él solía decir que la poesía era su quinta o sexta vocación. Cuál era la primera no es difícil de averiguar: la química; habría podido ser igualmente músico, lingüista, mitólogo comparatista o filólogo. Él afirmaba que la única actividad profesional que llevó a cabo con regularidad a lo largo de su vida fue la de corrector de pruebas de imprenta.

Gerardo Deniz entró ilusionado a estudiar Química en la UNAM pero muy pronto se sintió incómodo e hizo sentir incómodo a todo el mundo a su alrededor, incluidos los profesores en el aula y en el laboratorio. ¿Por qué? Porque sabía demasiado para los hábitos de ese mundillo, y como a los que saben mucho (demasiado, insisto) no le fue nada bien. Desertó de los estudios universitarios y se dedicó de lleno a las faenas editoriales, en las que hizo sus pininos cuando era niño, al lado de su padre y bajo su guía y orientación. Sus lecturas de química se iban quedando tan atrasadas que, decía con una sonrisa extraña, “más bien parecen alquimia”. Sobre sus trabajos como corrector escribió textos memorables que pueden leerse ahora en su prosa reunida por Fernando Fernández en el libro titulado De marras (FCE).

Yo lo conocí en las oficinas del FCE. Los dos trabajábamos en oficinas modestas, en un ambiente cordial y estimulante; para mí lo era, desde luego, y Deniz era una de las razones de ello.

En una de mis primeras visitas a su cubículo, le pregunté, como suele hacerse: “¿Qué andas haciendo?” y él contestó muy circunspecto y, creí yo, con socarronería: “Aquí nomás, repasando mi turco.” Casi no comprendí y cuando creí entender pensé que bromeaba, de ahí la falsa impresión de su tono socarrón; me acerqué a ver los libros que estudiaba y vi un diccionario Turco-Inglés y lo que él me explicó era una gramática turca. Sí: estaba afianzando sus conocimientos de esa lengua. Después de eso, decidí que nada me asombraría de ese individuo extraordinario, pero lo cierto es que siguió deslumbrándome sin pausa a lo largo de varias décadas de amistad.

“Deniz”, como él mismo me dijo, es una palabra turca que significa “las grandes aguas”, es decir: el mar, el océano. Cuando en 2014 murió, dije que en verdad era un poeta oceánico.

Lo recuerdo ahora, un lustro después de que se fue. Pero en verdad pienso en él continuamente: con tristeza, con alegría, exaltado y confuso porque ya no puedo llamarlo para conversar ávidamente, hacerle consultas, chismear. Ni él ni Eduardo Lizalde figuran con poema alguno en la célebre antología Poesía en movimiento (1966), muy “canónica” ella. Como ciertas deidades recónditas, en ese libro brillan por su ausencia.

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