La crisis hídrica no comenzó hace unas semanas o meses, lleva años, tal vez décadas. Los episodios que estamos viviendo a nivel nacional, aparentemente provocados por la nueva Ley de Aguas Nacionales, no es más que una manifestación de un hecho incuestionable: las fuentes de agua, superficiales y subterráneas, se están degradando y el nivel de recuperación no es suficiente para detener su deterioro. El marco legal puede ayudar a reducir el problema, pero definitivamente nos encontramos en una situación de auténtica alarma. Vale más que nos pongamos las pilas y resolvamos el problema de una vez por todas o el futuro del país podría estar en jaque.
La vida en las ciudades, y las comunidades urbanizadas en general, es tal que pareciera un acto de magia el que presionando un botón en la pared provoque que las habitaciones se iluminen y que abrir la llave del agua nos permita tener el vital líquido. En los espacios urbanizados damos por sentado que siempre habrá electricidad y agua. Tal vez en lugares como Ecatepec o Iztapalapa el líquido sea más escaso, pero en general se sigue contando con el líquido en las zonas urbanas.
Durante décadas el consumo de agua no ha dejado de crecer, no sólo en nuestro país sino en el mundo entero. No sólo eso, el agua utilizada no se devuelve con el tratamiento adecuado por lo que no es raro observar que cantidad de ríos, lagos y lagunas están contaminados. Verter contaminantes en los ríos es una de las peores barbaries que podemos cometer, pero lo hacemos. Por lo tanto, el agua potable disponible, no contaminada, para consumo humano es cada vez menor. En pocas palabras, tenemos un severo problema de escasez.
Hace aproximadamente treinta años hubo una nota de primera plana de medios de circulación internacionales: la masacre entre las tribus Hutus y Tutsis en Ruanda, África. Hollywood llevó al cine este episodio a través de la película Hotel Ruanda, donde lo que deja entrever que se trató de un pleito entre tribus. Pero otros estudiosos determinaron que el problema era de sobrepoblación y de escasez de recursos naturales. El aniquilamiento del otro implicaba dejar más recursos disponibles para los que quedaran vivos. Si no hacemos algo para resolver el problema del agua podríamos enfrentar conflictos sociales semejantes al episodio del país africano antes descrito.
Lo dramático del problema es que en realidad todos lo sabemos y nos lo anuncian todos los días, pero no actuamos en consecuencia: reducir el consumo de agua en la ducha, ahorrar agua en el aseo personal y del hogar, reparar fugas en casa y reportar las externas, pagar nuestras cuentas de agua para facilitar la reparación de la infraestructura hídrica, etc. Por el lado de la contaminación del líquido también se puede hacer algo: tratar las aguas negras y grises antes de devolverlas a los cuerpos de agua y permitir que la naturaleza haga su trabajo.
Todo lo anterior es más fácil decirlo que hacerlo. El marco legal y la aplicación de la Ley podría ayudar a reducir el problema. Pero no es suficiente. De hecho, para algunos el marco normativo es precisamente parte del problema. Como sea, el camino a seguir está descrito previamente e implica invertir en infraestructura que permita optimizar el uso del agua. Tanto familias como gobierno y empresas deben asumir el costo monetario. No hacerlo provocará que la escasez de agua se pague de otro modo: con tandeo de agua, con líquido contaminado, con fugas y mal servicio, en el extremo, sin acceso al vital líquido. De nosotros depende.
Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM

