No existen las comidas gratuitas. La frase se complementa diciendo que el costo viene en paquete, implícita o explícitamente. Esto es particularmente válido en obras y servicios públicos, donde es fácil que los servicios se puedan prestar a algunos que no pagan por el uso o disfrute, en todo caso, pagan sólo una parte del costo. A la larga el costo se acumula y la calidad del servicio se degrada, es entonces cuando se hace evidente que no hay nada gratuito. En México tenemos tragedias todos los días porque, como consumidores, no siempre pagamos el costo de los servicios que consumimos: desde el agua que llega a nuestros hogares, pasando por el fluido eléctrico y hasta el transporte público. De esto último, vivimos dramáticamente la consecuencia de no pagar el costo del servicio: malas instalaciones, mantenimiento deficiente, hacinamiento y largos tiempos de espera entre circulación de trenes.

La gran mayoría de la gente prefiere recibir bienes y servicios gratis antes que pagar por ellos. Esto incluye al autor de estas líneas. La tentación de dejar que otros paguen por el servicio siempre está presente. Cuando esta situación se generaliza tenemos el problema de que pocas personas están dispuestas a pagar por el valor del servicio, pero muchas quieren disfrutar de éste, provocando que la entidad que lo ofrece no alcance a cubrir los costos de producción y con ello la calidad del servicio sea cada vez menor.

Posiblemente el ejemplo más dramático de lo anterior lo encontramos en el caso del agua potable. Según un estudio del consejo consultivo del agua, en 198 municipios del país se ha localizado arsénico o heces en el agua potable.2 El problema es más que incompetencia o corrupción, pues la cobranza del servicio de suministro de agua llega apenas al 60% de la población. Es decir que no todos los usuarios pagan por este servicio. La deficiente cobranza se traduce en un mal servicio. Por supuesto que este no es el único problema, existen otros asociados a la corrupción y la contratación de personal que no necesariamente cumple con el perfil técnico requerido para realizar el trabajo encomendado.

El consumo de electricidad es otro caso: las tarifas cobradas por la empresa proveedora del servicio son determinadas por la autoridades hacendarias y energéticas del país y no alcanzan a cubrir los costos de llevar el servicio a millones de hogares. Adicionalmente, hay un número creciente de personas que no sólo no está pagando el servicio, sino que invita a otros a sumarse a su movimiento. Incluso existe la idea de que el servicio de electricidad debe considerarse como un derecho humano y, por lo tanto, debería ser gratuito. Esto último no ocurrirá. Siempre habrá un costo, sólo que no necesariamente lo cubre el consumidor final, sino que se cubre con impuestos, por lo tanto, finalmente somos los contribuyentes los que pagamos por el consumo de aquellos que no pagan.

El costo de viajar en metro, por persona/viaje, es mayor al que se paga en el boleto. El precio pagado es de apenas cinco pesos, pero el costo real es mucho mayor. Esto implica pérdidas en el sistema de transporte colectivo y un flujo de efectivo inferior al que se debería tener. La menor cantidad de recursos disponibles se traduce en un menor número de trenes, por lo tanto, más tiempo de espera entre uno y otro; mayor hacinamiento al momento de viajar, trenes viejos y desgastados, lo más trágico: insuficiente mantenimiento a la infraestructura general del sistema, que deviene en deficiente calidad del servicio y, en el extremo, en tragedias como la vivida hace apenas unos días.

El precio y el costo de los servicios determinan, conjuntamente a otros factores, la calidad de lo que estamos recibiendo. Obtenemos aquello por lo que pagamos. Por lo tanto, una mejora en la prestación de cualquier bien o servicio implica pasar por, mínimamente, recuperar el costo de producción. No hacerlo, provoca que el precio pagado se refleje en un mal servicio y, en el extremo, en accidentes que pueden implicar pérdida de vidas humanas.

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La tragedia sucedida en el metro es una muestra de lo que ocurre cuando se conjunta una mala arquitectura con otros factores como corrupción y celeridad por entregar obras faraónicas. El costo en vidas humanas y materiales en definitiva es muy alto. Pero nada se compara con una mala teoría económica que, al aplicarse, se convierte en mala política económica. La mala arquitectura está acotada a una zona y los afectados directos se pueden contar. Una mala política económica tiene efectos nacionales e incluso internacionales, los afectados se cuentan por millones y trasciende a diversas generaciones. Ejemplo de ello lo encontramos en la crisis financiera internacional de 2008 y el incremento en miles de familias pobres cuando el mundo se volcó hacia políticas de libre mercado que prometían mayor crecimiento económico y sólo han traído mayor polaridad en la distribución del ingreso: ricos con cada vez mayor riqueza y un número creciente de pobres que en ocasiones llega a niveles de miseria.

https://www.aguas.org.mx/sitio/component/k2/item/1785-contaminada-con-arsenico-y-heces-agua-potable-de-198-municipios.html



 Docente de la maestría en Economía, FES-Aragón-UNAM, UAEMex y UDLAP Jenkins Graduate School.

 

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