Antonia fue liberada del penal de Nezahualcóyotl Sur, Estado de México, un lunes a las 2 de la mañana. Ese día que tanto esperó tras 17 años en reclusión, al fin había llegado. Ansiosa por salir, pero muerta de miedo de no saber qué le esperaba detrás de las rejas del penal, decidió pedir un consejo a la custodia en turno. “¿A dónde puedo ir saliendo?” preguntó Toñita. “A donde puedas. Ese ya no es mi problema” respondió riendo la custodia.

Le entregó su hoja de libertad y le abrió la puerta para que saliera. Antonia no tenía a dónde ir, se sentó en la banqueta afuera del penal a llorar, no sabía si de felicidad, miedo, o angustia, pero lloró durante horas sin parar. Lloró hasta que asimiló que de nada iba a servir llorar, que estaba sola, que su familia hacía años que no la visitaba, e incluso habían cambiado sus números de teléfono para que Antonia ya no les pudiera llamar. Lloró hasta que comprendió que tenía que arreglárselas por ella misma. Durmió en la calle esa noche, afuera del reclusorio. El tener a sus compañeras cerca y escuchar los ruidos de candados y puertas azotándose dentro del penal, la hicieron sentir acompañada. Al final, esos ruidos eran lo único conocido para ella en ese momento.

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Michelle fue liberada un martes a las 2 de la mañana. Su salida estaba programada para las 10 PM pero las custodias estaban ocupadas en otras tareas; además, si Michelle ya llevaba 3 años ahí adentro, ¿qué más le daba esperar un par de horas más?. Mientras esperaba su salida, personal del reclusorio se burlaba de ella, “A ver cómo te va allá afuera flaca, seguro por aquí te vamos a ver en unos meses de vuelta, igual que a todas las demás”. Pero Michelle prefirió ignorar sus comentarios y concentrarse en lo importante: su libertad.

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A Selene la sacaron a las 10 de la noche, del otro lado de las rejas del penal la esperaban varios miembros de su familia. Lo que más anhelaba era regresar a la vida con su hijo, poder estar con él y abrazarlo todas las noches. Y la comida, dejar atrás esa asquerosa comida, que la describe “peor que la de un animal”.

Así, sin siquiera una palmada en la espalda, es como liberan a nuestras mujeres de prisión. Esperando que, tras años –quizás décadas- recluidas en las peores condiciones, donde la gran mayoría no obtiene ningún tipo de capacitación laboral o empleo, ni mucho menos de atención psicológica, se enfrenten a los retos de la vida en libertad.

Así, las sacamos a la calle esperando que mágicamente obtengan las herramientas para construir una vida alejada de la delincuencia, que consigan un empleo digno y remunerado que les permita rehacer su vida, y que no regresen a los contextos de necesidad y violencia que las llevaron a prisión en primer lugar.

Si algo tienen en común estas historias, además del reclusorio donde estuvieron privadas de la libertad, es el hecho de que el único apoyo que recibieron al salir fue por parte de sus familiares y organizaciones de la sociedad civil. El gobierno, ni sus luces.

Es increíble pensar que en el Estado de México, uno de los estados más peligrosos del país, donde el 41% de sus ciudadanos fueron víctimas de la delincuencia en el último año, no existan programas gubernamentales de atención post-penitenciaria. Pareciera que las autoridades ignoran la íntima relación que existe entre el sistema penitenciario y la seguridad del estado. Debemos entender que la reinserción social no termina cuando la persona es liberada, sino más bien, es cuando empieza. El liberar a una persona de prisión debe ir acompañado de programas de atención psicológica y asesoría jurídica, pero sobretodo, de oportunidades laborales que permitan a las personas construir un proyecto de vida y obtener un ingreso lejos de la delincuencia.

Tan solo en el Estado de México, más de 900 mujeres son liberadas de prisión cada año. ¿A dónde se van? a donde pueden.. y al gobierno parece no importarle.

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