Sylvia creció en una familia de escasos recursos, a su mamá no la recuerda, pues la abandonó cuando ella era una bebé. Su papá estuvo privado de la libertad durante la mayoría de la infancia de Sylvia, por lo que solo lo veía en las visitas esporádicas al reclusorio. Sylvia creció con su abuelita, quien era trabajadora doméstica en casa de una señora que ella describe como “muy amable, noble, y buena persona.”

Vivió junto con su abuela en esa casa de los 4 a los 11 años de edad, llevando una vida tranquila, iba a la escuela, y le gustaba mucho. Sin embargo, cuando su papá salió de prisión, se la llevó a vivir con él, junto con su nueva madrastra.

Al principio las cosas estaban bien, pero después su papá comenzó a golpearla, y todo se fue para abajo, su madrastra también la maltrataba. Al poco tiempo, decidieron sacarla de la escuela, “pasé a ser su sirvienta, lavaba los trastes, hacía la comida, lavaba la ropa, cuidaba a su hija, todo lo hacía yo, no me daba tiempo de ir a la escuela porque mi papá siempre me dijo que yo no servía para estudiar, que lo único que tenía que aprender a hacer eran las labores de la casa, las labores que hacen las mujeres…”

Sylvia soñaba con ser doctora, pero su papá se encargó de hacerle creer que eso era imposible siendo mujer, que lo que debía aprender eran las labores de la casa, porque “para lavar pañales y hacer comidas, no se necesita certificado de nada”. Le recordaba que los hombres son los que deben estudiar, pues son quienes deben mantener a sus familias.

A los 14 años, en un tianguis, conoció a un hombre de 35 años. Conversaron un rato y él la invitó a trabajar con él cuidando la mercancía de su puesto, le pagaría 20 pesos diarios. Unos meses después, él la invita a vivir con él, y ella acepta con tal de huir de la violencia física y emocional que vivía en casa.

Al igual que con su padre, al principio las cosas iban bien, pero después los golpes comenzaron. Eventualmente, él dejó de interesarse por Sylvia, se iba a las cantinas y regresaba con otras mujeres a la casa; y si Sylvia se quejaba, la golpeaba hasta que no pudiera hablar.

Sylvia intentó hablarlo con su abuelita, pero el consejo que recibió fue “Tú déjalo, él es hombre, él en la calle y tú en la casa. Calladita nada más”. Sylvia sabía que lo tenía que dejar, pero ¿a dónde iba a ir? entonces decidió aguantar.

Su pareja comenzó a dedicarse al robo en casa habitación, Sylvia no quería participar, se quiso salir varias veces, pero él le decía que si intentaba algo iba a matar a sus hijos; entonces, ella siguió. En uno de los robos, la víctima murió, no sin antes haber alertado a la policía; y así es como Sylvia llega a prisión.

Antes de sentenciarla, el juez le pidió 150 mil pesos para dejarla libre, pero ella no tenía ese dinero. “¿Y su familia? ¿No la pueden apoyar?” le insistía el juez. Pero no, nadie de su familia le hablaba, le decían que ya dijera la verdad, que asumiera las consecuencias, le dieron la espalda. “¿Entonces qué hago?”, le dijo el juez, “Pues senténcienos, ni modo”. Al día siguiente la sentenciaron a 36 años de prisión.

24 años después, en el penal de Chalco, Sylvia me cuenta esta historia. Esta historia que me llena de rabia, pues, en diferentes contextos y dimensiones, es la historia que constantemente escucho de las mujeres que están en prisión en nuestro país. A Sylvia, como a miles de mujeres más, la violencia machista le arruinó la vida, le impidió cumplir sus sueños, y provocó que terminara en prisión, abandonada por su familia. En México , la violencia de género arruina vidas, mata, y encarcela; y sin embargo, se ejerce todos los días con total impunidad.

Sylvia saldrá de prisión de 79 años de edad, posiblemente nunca cumplirá su sueño de ser doctora. Pero tenemos en nuestras manos el futuro de miles de niñas y mujeres, a quienes debemos garantizar que su género nunca será un obstáculo para lograr lo que se propongan en la vida. No podemos permitir que historias como la de Sylvia se repitan; por ella, y por las miles de mujeres cuyos sueños fueron interrumpidos por el simple hecho de ser mujeres, debemos seguir luchando por un México más libre, más justo, y más en paz para todas nosotras.

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Directora de La Cana

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