El debate sobre la seguridad en México exige superar la dicotomía entre el escepticismo y el optimismo simplista. La actual Estrategia Nacional de Seguridad muestra avances sustantivos en la contención de la violencia letal; sin embargo, para que estos resultados se traduzcan en una paz estructural, es imperativo profundizar en la capacidad de investigación y en la corresponsabilidad entre órdenes de gobierno. La tesis es clara: existe una tendencia favorable que debe institucionalizarse para volverse irreversible.

Los datos respaldan este avance cauteloso. En 2024, el INEGI reportó 33,241 homicidios. Aunque el volumen sigue siendo un reto, la tendencia reciente muestra una mejora acelerada: según el Gabinete de Seguridad, el promedio diario de víctimas bajó de 86.9 en septiembre de 2024 a 54.7 en noviembre de 2025. Esta reducción del 37% marca un punto de inflexión para una política que ya no solo busca contener, sino reducir la violencia de forma sostenida.

No obstante, el éxito estadístico contrasta con la profundidad del desafío social. La ENVIPE 2025 estima que la cifra negra —delitos no denunciados o no investigados— se mantuvo en un elevado 93.2% durante 2024. Más que un indicador de desconfianza, este dato representa el mapa de una oportunidad: el tramo de justicia que el Estado debe conquistar mediante eficacia administrativa y cercanía ciudadana.

Es justo reconocer que el rediseño normativo ha permitido esta inflexión. La consolidación de la Guardia Nacional bajo la Secretaría de la Defensa Nacional, con facultades de investigación ministerial, dota al Estado de un brazo operativo con mayor permanencia y disciplina. Esta arquitectura, sumada a la inteligencia estratégica, proyecta un cambio en la percepción internacional, donde México empieza a ser visto como un país que recupera la rectoría sobre sus prioridades de seguridad.

Para consolidar estos logros, proponemos tres rutas de fortalecimiento. Primero, el combate a la delincuencia organizada debe ser técnico y especializado. Se requiere potenciar la inteligencia financiera, el análisis de redes y la trazabilidad patrimonial bajo control judicial para asegurar sentencias sólidas y evitar que el esfuerzo operativo se diluya en la impunidad procesal.

Segundo, es indispensable un pacto de corresponsabilidad técnica entre la Federación y las entidades que incluya, necesariamente, un incremento presupuestal estratégico para las fiscalías y policías de investigación, tanto federales como locales. Proponemos estándares nacionales de profesionalización y control interno, respaldados por suficiencia financiera, que garanticen la depuración de las filas y la capacidad de respuesta científica. La transferencia de recursos debe vincularse a resultados verificables; en seguridad, lo que no se evalúa con rigor se administra con retórica.

Tercero, la participación social debe ser el motor de la confianza pública. Con una cifra negra elevada, es vital ofrecer canales de denuncia protegida y reconstruir liderazgos comunitarios que garanticen que la justicia sea accesible, rápida y segura para todos.

La seguridad en México no vendrá de soluciones mágicas, sino de la persistencia institucional. Los avances actuales son el cimiento para una normalidad donde el miedo no dicte la dinámica de nuestras calles y la justicia se vuelva, finalmente, una certidumbre cotidiana.

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