La extorsión, entendida en su acepción más compleja, ha trascendido la simple depredación delictiva para constituirse, a lo largo de los siglos XX y XXI, en un verdadero sistema de gobernanza paralela. Este delito ha evolucionado desde una práctica rudimentaria de cobro de protección en comunidades agrarias hasta convertirse en una industria global sofisticada que penetra estructuras corporativas y sistemas financieros. En este espectro, observamos fenómenos dispares pero conectados: desde la Cosa Nostra italiana, que impone el pizzo como un impuesto de soberanía territorial, hasta la transformación rusa, donde la extorsión migró de los ladrones callejeros a una simbiosis estatal conocida como Reiderstvo, utilizando a funcionarios y jueces para el robo corporativo.

A nivel internacional, la respuesta de los Estados ha oscilado entre la represión militar y la ingeniería jurídica. Italia, por ejemplo, revolucionó el combate al crimen con la confiscación social de bienes, debilitando el capital simbólico de las mafias, mientras que Estados Unidos implementó la Ley RICO para desmantelar la infiltración sindical de las Cinco Familias. En Asia, Japón optó por el ostracismo social y financiero mediante las Ordenanzas de Exclusión, aislando a la Yakuza de la economía legal. Sin embargo, la modernidad ha traído consigo la extorsión cibernética y el Ransomware, democratizando la capacidad de daño y permitiendo a grupos criminales atacar infraestructuras críticas sin fronteras físicas.

México ha dado un paso legislativo trascendental con la promulgación, en noviembre de 2025, de la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en Materia de Extorsión. Esta normativa surge como respuesta a una mutación delictiva donde la extorsión dejó de ser un simple engaño telefónico para convertirse en un mecanismo de control territorial y económico, regulando mercados lícitos. La nueva arquitectura legal federaliza el delito, eliminando la disparidad normativa que permitía "paraísos de impunidad" en diversos estados, y establece la persecución de oficio, derogando la denuncia a las víctimas para evitar su revictimización.

El rigor punitivo de esta nueva legislación mexicana es notable, estableciendo penas base de 15 a 25 años, que pueden escalar a más de 40 años para modalidades como los "montachoques" o la asociación delictuosa. Asimismo, la ley reconoce la realidad digital, sancionando severamente el uso de tecnologías y Deepfakes para la intimidación. No obstante, la viabilidad de este esfuerzo titánico se ve amenazada por una contradicción operativa: la falta de asignación presupuestal.

El impacto de la extorsión en México es devastador. Sin embargo, la experiencia internacional dicta que la severidad de las penas es insuficiente si no se acompaña de técnicas sofisticadas de persecución a la delincuencia organizada, específicamente inteligencia financiera que desmantele las redes de lavado de dinero y la "zona gris" de facilitadores legales —abogados y contadores— que permiten estos esquemas. La verdadera batalla requiere la participación activa de la sociedad civil, emulando movimientos como Addiopizzo en Palermo, para desestigmatizar a la víctima y romper el aislamiento social, transformando la resistencia en una norma colectiva frente a un Estado que, por sí solo, no ha logrado garantizar el contrato social.

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