Por Iván Carrillo

En la búsqueda de combustibles para satisfacer sus necesidades, el ser humano ha aprovechado, y en ocasiones abusado, de los recursos naturales. Esta actividad, que en su momento parecía una solución brillante, hoy nos está pasando la factura de manera contundente.

A finales del siglo XVIII, la calidad de la iluminación doméstica se mantenía prácticamente inalterada durante los últimos trescientos años. Las velas eran la principal fuente de luz y parecía que así sería por mucho tiempo. Sin embargo, en 1783, el médico suizo Ami Argand dio un paso revolucionario al inventar una lámpara que aumentaba significativamente los niveles de luz mediante la simple adición de más oxígeno a la llama. Estas lámparas, alimentadas con aceite, lograron una luminosidad equivalente a la de media docena de velas.

Thomas Jefferson fue uno de los entusiastas de estas lámparas, que utilizaban aceite de ballena, especialmente de cachalotes. Este aceite no solo proporcionaba una mejor calidad de luz, sino que también se empleaba como emoliente en la fabricación de jabones, pinturas y lubricantes para máquinas. La producción de aceite de ballena condujo a la prosperidad de los puertos de Nueva Inglaterra, pero también puso a más de una especie al borde de la extinción.

El apetito energético humano parecía no tener límites, y el agotamiento de recursos naturales era evidente. Sin embargo, un giro en la historia se produjo en 1846, cuando Abraham Gesner inventó el queroseno, un subproducto aparentemente inútil de la transformación del carbón en gas. Al destilarlo, se convirtió en un combustible eficiente y económico que ardió magníficamente.

A pesar de su descubrimiento, la industrialización del queroseno fue un desafío, y para 1850, la producción estadounidense era de apenas seiscientos barriles diarios. La verdadera transformación ocurrió en 1853, cuando George Bissell, por casualidad, encontró una botella de "nafta natural" en la estantería de un profesor amigo, quien le explicó que la sustancia emanaba hasta la superficie en un acuífero conocido como Oil Creek, en el oeste de Pennsylvania.

Bissell detectó de inmediato el potencial combustible de la sustancia y contrató a un hombre llamado Edwin Drake para que perforara terrenos arrendados. Hasta ese momento, nadie había pensado que valiera la pena extraer esa sucia sustancia, y todo lo que se había hecho era excavar superficialmente.

Un año y medio después, tras enfrentar numerosos desafíos técnicos y financieros, Bissell y sus socios se quedaron sin fondos y ordenaron a Drake, a través de una carta, detener las perforaciones. Pero antes de que la carta llegara a su destino, el 27 de agosto de 1859, a 21 metros de profundidad, Drake y su equipo encontraron petróleo. Un punto interesante es que desde el principio, los pioneros petroleros se dieron cuenta de que en el proceso de refinación se producía una sustancia inútil debido a su volatilidad, la cual era desechada. Esta sustancia era la gasolina.

El resto, como suele decirse, es historia.

Hoy en día, el mundo demanda más de 91 millones de barriles diarios de petróleo, y la humanidad, al igual que las ballenas del siglo XIX, se encuentra amenazada por las consecuentes emisiones contaminantes producidas por nuestro consumo energético. Se hizo la luz en nuestros hogares y con ello inició la oscuridad del mundo.

Nota: Esta historia fue rescatada del excelente libro "En Casa" de Bill Bryson, disponible en español en su versión de Kindle.

Foto: Wikicommons
Foto: Wikicommons
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