El objetivo del parlamentarismo, de tener un Congreso, siempre ha sido combatir la hegemonía política: la capacidad de una sola fuerza para imponerse sobre la pluralidad de ideas e intereses sociales. El propósito es que la legislación aprobada en las Cámaras cuente con la mayor legitimidad y representatividad posibles. Si hay voces únicas, el Parlamento pierde su sentido.

Si bien es cierto que las mayorías legítimamente electas pueden hacer valer la representación que conquistaron en las urnas, una decisión siempre tiene mayor legitimidad, y genera mayor gobernabilidad, cuando es el producto de un consenso que incluye a otras fuerzas políticas. En ello radica el valor de la deliberación democrática.

Recientemente, en el Congreso de la Unión hemos atestiguado la aprobación de diversas reformas legales que han seguido una lógica inversa: la imposición de la mayoría oficialista y su rechazo a construir acuerdos con las fuerzas de oposición.

Planteamientos inconstitucionales, violatorios de acuerdos internacionales, plagados de inconsistencias e incluso con errores de técnica legislativa, que difícilmente resistirían una revisión de constitucionalidad por parte de nuestro máximo tribunal. Por si fuera poco, en más de una ocasión se ha violentado el procedimiento reglamentario para aprobar estas iniciativas de la forma más atropellada posible.

Propuestas como la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica o a la Ley de Hidrocarburos, diseñadas para beneficiar a las empresas productivas del Estado, la CFE y PEMEX, en el mercado nacional, modificando las condiciones para la libre competencia en detrimento de las empresas de capital privado que participan en el sector energético de nuestro país.

O la reforma que estableció un Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil. En su discusión, el oficialismo no sólo ignoró las expresiones de las minorías, la opinión de los expertos o las demandas de la sociedad civil organizada: se ignoró la recomendación del propio Instituto Federal de Telecomunicaciones, la autoridad a cargo de instrumentar la reforma, que advirtió sobre su inviabilidad financiera y operativa, así como sobre los riesgos que conlleva el almacenamiento de la información personal de los usuarios, incluyendo sus datos biométricos.

Días después de su publicación, la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica se encontró con la suspensión por parte de diversos jueces federales: una resolución que probablemente sea confirmada en la Suprema Corte, cuando se dé trámite a la acción de inconstitucionalidad interpuesta por la oposición en el Senado. Todo parece indicar que el Padrón de Usuarios de Telefonía Móvil tendrá el mismo destino: su judicialización y eventual suspensión.

Caso contrario son las reformas constitucionales que han sido producto de un consenso entre las diversas fuerzas parlamentarias, gracias a la articulación del Bloque de Contención en la Cámara Alta; por ejemplo, la reforma que creó la Guardia Nacional, o la que modificó el régimen de responsabilidades del presidente de la República.

O la reforma aprobada este martes para regular la subcontratación: el resultado de una negociación entre el sector público, la representación empresarial y las principales centrales obreras del país. Una propuesta necesaria, que incorporó la visión de todas las partes involucradas y se legitimó con una mayoría casi unánime en ambas Cámaras del Congreso, por tratarse de una reforma que garantizará los derechos laborales de las y los trabajadores contratados bajo este esquema.

En este contexto, es pertinente preguntarse cuál es el verdadero propósito de impulsar esta agenda reformista con propuestas que parecen destinadas al fracaso, y que difícilmente se verán concretadas en la práctica. En democracia, los cambios de fondo sólo pueden construirse con propuestas viables, respaldadas por un consenso y acompañadas de estrategias integrales para su implementación. Sin ello, cualquier reforma estará más cerca de la simulación que de la realidad.

Senadora de la República

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