Este lunes, la candidata de Morena a la presidencia municipal de Celaya, Gisela Gaytán Gutiérrez, fue asesinada a tiros durante un acto de campaña en San Miguel Octopan. El ataque sucedió en plena calle, entre colaboradores y simpatizantes, durante el segundo día de la campaña. En el acto, la aspirante a la alcaldía había presentado su estrategia de seguridad para el municipio.
El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas denunció que el 31 de marzo, en la comunidad de Niños Héroes del municipio de La Concordia, Chiapas, fueron asesinadas 25 personas en el contexto de un enfrentamiento entre la Guardia Nacional y un grupo armado. De acuerdo con testimonios, entre las víctimas hay personas civiles que esperaban el transporte para cruzar la presa La Angostura, quienes quedaron atrapadas en el fuego cruzado.
El jueves pasado, en Taxco, Guerrero, una de las presuntas responsables del secuestro y asesinato de la niña Camila Gómez murió después de ser linchada y atacada a golpes junto con sus hijos, también presuntos cómplices del crimen. El linchamiento sucedió después de que decenas de personas se concentraran afuera de la casa de la mujer para exigir su detención. Los manifestantes volcaron vehículos, rompieron el cerco policial y bajaron a los sospechosos de las unidades policiacas para golpearlos.
Los tres hechos sucedieron en distintos contextos, por distintas razones y en distintos lugares del país. Es claro que la violencia que amenaza a los candidatos que compiten en los procesos electorales no es la misma de un enfrentamiento armado entre criminales y autoridades. Y es muy diferente de la que expresa una multitud enardecida que decide hacer justicia por su propia mano ante un crimen atroz.
Sin embargo, los tres casos comparten un rasgo en común: son una muestra de la violencia desmedida, la impunidad generalizada y la degradación de la convivencia social que padece nuestro país. Son ejemplos representativos de lo que sucede cuando el Estado no puede cumplir con sus responsabilidades más fundamentales y la violencia se impone frente a cualquier posibilidad civilizada.
Es el mundo al revés: los cargos de elección popular no se confieren a través de los votos en las urnas, sino mediante las balas en las calles; en las disputas por el control territorial de las comunidades, lo último que importa es la vida de sus habitantes; y la justicia, en lugar de ser garantizada por la fuerza de la ley, es arrebatada por la ira del pueblo.
Las reacciones ante los acontecimientos también son sintomáticas de la descomposición actual. El oficialismo concentra sus esfuerzos en desmentir o minimizar los hechos y aspirar al control de daños, además de aprovechar la ocasión para atacar a periodistas y desacreditar a organizaciones civiles y medios de comunicación. En las redes sociales, prácticamente todos los acontecimientos se vuelven objeto de controversias estériles que sólo sirven para constatar la polarización permanente de la opinión pública.
En este contexto, lo más preocupante es que ninguna autoridad está dispuesta a asumir su responsabilidad frente a la crisis. Ni siquiera tienen la voluntad de reconocerla, que sería el punto de partida para atenderla. Sin el reconocimiento de la gravedad de la situación, la violencia seguirá fuera de control. Y pronto se normalizará como la primera –o incluso la única– alternativa para hacer frente a la realidad. Una alternativa que amenaza la convivencia armónica, ordenada y civilizada.
Senadora de la República