El pasado 5 de febrero se cumplieron 106 años de la promulgación del texto fundacional del México contemporáneo: nuestra Constitución Política. La efeméride invita a aquilatar su importancia y a entender la necesidad de defenderla en estos tiempos de deriva autoritaria. 

La Constitución encarna el gran consenso nacional que, por encima de diferencias particulares, une a nuestra sociedad en valores, principios, derechos comunes y en fines que dan sentido a la nación, como la democracia misma. Su importancia es tal que el proceso para reformarla requiere la mayoría calificada en las dos cámaras del Congreso Federal, así como la ratificación mayoritaria de los 32 congresos locales. 
Nuestra norma suprema define las facultades de los poderes y las competencias de los tres órdenes de gobierno; asimismo, establece límites y contrapesos para evitar la imposición de una autoridad sobre otra, y los abusos del poder público en perjuicio de las personas. En otras palabras, es la garante de que impere la ley. Gracias a ella, en México no se puede gobernar por decreto. 

Esta ley fundamental reconoce los derechos esenciales que tenemos como mexicanos, además de los mecanismos para exigirlos y defenderlos cuando son violentados. Es el corazón del derecho de acceso a justicia y a su impartición con imparcialidad. Cuando una norma o acto de autoridad atenta contra esos derechos básicos, la Constitución empodera a los juzgadores para protegerlos. Por ejemplo, la reciente pretensión del gobierno de instaurar un Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil no logró entrar en vigor, precisamente, porque era contraria al texto constitucional. 

Con la convicción de defender nuestra Constitución, hace cuatro años las diversas oposiciones en el Senado de la República decidimos articular el llamado “bloque de contención” para frenar, en el terreno legislativo, los intentos de reformar el texto constitucional con el único referente de la voluntad del actual gobierno –y en su caso, para reclamar ante el Poder Judicial cuando las leyes aprobadas por la mayoría oficialista ponen en riesgo los derechos o libertades de las personas. 

Algo muy importante es que nuestra ley fundamental establece las reglas de acceso al poder: cómo elegimos a nuestros representantes, qué requisitos deben cumplir quienes aspiren a un cargo de elección popular, cómo se asignan los espacios en el Congreso, cómo se distribuyen los recursos públicos –económicos y mediáticos– para los partidos políticos, entre muchas otras normas que garantizan elecciones libres, democráticas, competidas, equitativas y justas. Por ello, proteger la democracia pasa necesariamente por proteger la Constitución. 

El año pasado, la exigencia ciudadana de defender nuestra democracia logró que la reforma constitucional en materia electoral, propuesta por el presidente, fuera rechazada desde la Cámara de Diputados, donde fue inicialmente presentada. Por eso, ahora el oficialismo quiere aprobar una reforma legal que pretende, en pocas palabras, desmantelar las capacidades de nuestras instituciones democráticas para darle ventaja al partido en el gobierno antes y durante los procesos electorales. Una reforma que, frente a la nula voluntad de buscar el acuerdo y la pretensión gubernamental de imponer, podremos impugnar ante la Suprema Corte, bajo el amparo de la Constitución. 

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es más que una serie de reglas abstractas: es un texto activo, que incide directamente en nuestra convivencia social, incluso en nuestra vida cotidiana. Frente a los intentos del poder por ignorarla o imponerse sobre ella, estamos llamados a defenderla y a reivindicar sus valores y principios. En el Congreso, en los tribunales, pero también en las calles, cuando es necesario. 

Senadora de la República 

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