Dos reformas concentraron la discusión en la recta final del periodo de sesiones del Congreso que se acaba de clausurar: la prohibición absoluta de vapeadores y cigarros electrónicos; y una modificación arancelaria que grava cientos de productos de países sin tratado de libre comercio con México. Ambas propuestas comparten defectos similares: se trata de respuestas simplistas a problemas complejos que, lejos de resolverlos, probablemente los agravarán.

Con la reforma a la Ley General de Salud, el gobierno decidió criminalizar todas las actividades de la cadena comercial de los vapeadores y cigarros electrónicos. El oficialismo afirma que su objetivo es prevenir el consumo, sobre todo entre los jóvenes y los menores de edad. En realidad, la prohibición no garantiza que no tengan acceso, simplemente abre un mercado negro cuyo valor se estima en 26 mil millones de pesos (en 2024).

Se calcula que hay cinco millones de usuarios de estos productos en México, de los cuales casi medio millón son adolescentes. Investigaciones de medios y organizaciones proyectan que 90% de ese mercado está controlado por organizaciones criminales, y que se ha convertido en una de sus principales fuentes de ingresos. Así, se está alentando un ingreso ilegítimo que financia la violencia. La prohibición no es una ruta efectiva para este mercado, pero el oficialismo se empeña en profundizar una estrategia fallida.

El Estado tiene la responsabilidad –y la oportunidad– de regular ese mercado: establecer controles de calidad, prohibir la venta a menores de 18 años, informar sobre los riesgos y recaudar impuestos que permitan fortalecer el sistema de salud; es la ruta que han seguido la mayoría de los países. Sin embargo, eso exige capacidades institucionales y voluntad política, dos cosas lamentablemente escasas en los gobiernos de Morena. Resulta mucho más fácil prohibir y castigar, que regular, educar, verificar, y fortalecer las capacidades para la atención de la salud. Al prohibir absolutamente en lugar de regular, se incentiva un mercado negro multimillonario y el gobierno renuncia también a una recaudación potencial de más de 6 mil millones de pesos anuales que podrían dirigirse a robustecer el sistema de salud y los esfuerzos de prevención del consumo.

Por su parte, las modificaciones arancelarias tienen sus propias insuficiencias. La reforma impone tasas de entre 7% y 50% a productos de los más diversos sectores. Se presenta como una medida de fortalecimiento a la industria nacional, pero es una falsa solución. El proteccionismo no genera productividad ni competitividad. Lo hacen las condiciones estructurales favorables a la inversión, la certidumbre jurídica, los incentivos a la innovación, esquemas accesibles de financiamiento y esquemas coordinados con el sector privado y educativo. Nada de eso tenemos hoy en México.

Somos la séptima economía más abierta del mundo. Esa apertura ha sido clave para nuestro desarrollo en las últimas décadas. Renunciar poco a poco a ella sin construir alternativas es un despropósito. Si realmente se quisiera fortalecer la producción nacional, sería necesaria una política integral de sustitución de importaciones de largo aliento, no una serie de improvisaciones arancelarias que sólo encarecerán bienes y servicios mientras afectan a cadenas productivas estratégicas.

El caso de las autopartes es paradigmático: se gravan insumos que no se fabrican en nuestra región y que son indispensables para nuestra industria automotriz. Lejos de proteger empleos, esta medida podría ponerlos en riesgo, al incrementar los costos de producción y reducir nuestra competitividad.

Estos y otros casos (como la legislación en materia de agua), se aprobaron siguiendo un patrón: propuestas del gobierno que se procesan en el Congreso sin escuchar a nadie; ni expertos, ni oposiciones; sin consensos, con prisas, con errores de fondo y forma, sin proyecciones ni escenarios sólidos, respondiendo a impulsos ideológicos y prejuicios. Se desperdiciaron otros seis meses sin avances en temas prioritarios. La prometida semana laboral de 40 horas sigue esperando. La iniciativa de Movimiento Ciudadano para combatir el reclutamiento forzado en centrales de autobuses —impulsada por el gobernador Pablo Lemus— sigue sin ser discutida. Y así, todas las propuestas que no surgen del oficialismo.

Nuestro país necesita un Congreso Federal que delibere, que escuche, capaz de construir acuerdos plurales, que diseñe las normas con base en evidencia y que piense en el largo plazo y en las soluciones de fondo. Un Poder Legislativo que esté a la altura de los desafíos nacionales, no uno que los haga aún más complejos con improvisaciones como las que marcaron las últimas sesiones del periodo recién clausurado.

Diputada federal

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